LA TRAGEDIA DEL MÍCHEL: OTRA HISTORIA DEL MAPOCHO QUE NADIE RECORDARÁ

 

Imagen de la noche del asesinato, con personal de Bomberos y amigos del fallecido rodeando el cuerpo. Fotografía publicada por el portal noticiosos Terra.cl.

Coordenadas: 33°25'58.18"S 70°38'54.18"W ("caleta" del Puente Recoleta)

Muchos recuerdan cuando la televisión reveló, hacia el año 2001, la existencia de las “caletas” de niños mendigos viviendo como pequeñas pandillas en las proximidades de los puentes Pío Nono, Loreto, Recoleta, La Paz, Padre Hurtado, Manuel Rodríguez y General Bulnes. Una realidad social de la que ya se sabe algo gracias a los esfuerzos de Polidoro Yáñez y luego de San Alberto Hurtado por sacar de la más paupérrima miseria a los pelusas o "cabros de río", como se les llamada. Empero, por alguna razón la sociedad tiende a olvidar de todos modos y a desconocer cuando los hechos no están en los medios, quizá distraída en sus propios caudales de urgencias y atención contingente.

De no ser por trabajos de enorme valor testimonial como "El Río" del alguna vez también pelusa mapochino Alfredo Gómez Morel, o las escenas más crudas del filme de 1967 "Largo Viaje" de Patricio Kaulen, la existencia de aquellas realidades se perderían en la brisa tibia de la ciudad, asomando en los noticiarios no más allá que como efímeros chispazos en el raudo pasar del tiempo, para luego volver a hacerse invisibles.

En tanto y sin embargo, muchos pelusas de las "caletas" del Mapocho, incluida la alguna vez famosa Caleta Chuck Norris (que concitó tanta atención pública en su momento), ya dejaron de ser niños tiernos e indefensos: en su fracaso por salir de tal estilo de vida, del modus vivendi aquel, algunos retornaron al río. Allí viven aún, de hecho: se volvieron muchachotes y adultos completos, sobreviviendo de la mendicidad y de uno que otro acto reprochable; uno a uno, y así van llenando sus prontuarios.

Su marginación allá abajo, en el río, es casi como un renuncio simbólico a la sociedad imperante, a sus valores y a sus convencionalismos. Hasta el acto de tener que mirarlos hacia abajo y ellos hacia arriba doblando el cuello, tiene una metáfora cultural innegable.

Una de estas historias perdidas es la del Míchel, otro ex pelusa crecido en la vagancia del río y de las calles del Barrio Mapocho y de sus mercados, que llegó a pisar los años de adultez viviendo y pidiendo dinero a los transeúntes que pasaban por las pasarelas del Puente Los Carros o el Puente de La Paz, parado allá abajo y tratando de atajar al aire las monedas que le arrojara algún peatón conmovido con su apariencia de ángel en desgracia, tal como lo seguirían haciendo sus ex compañeros de correrías.

- ¡Una moneda, pipito! -gritaba intentando ser simpático- ¡Cualquiera nos sirve!

El Mapocho, visto desde los puentes.

Claro: eso era de día, porque al parecer el Míchel no escapaba a la tentación delincuencial en que se desenvuelven todos los últimos cabros de río que quedaban al Mapocho, especialmente durante las horas de penumbra y desesperados por complacer sus bajos vicios. Su caso había sido conocido y reporteado por un programa de televisión dando falsas esperanzas de redenciones, pero los impulsos de una moral fracturada, destruida y, cuando no, atrofiada, fueron más fuertes que cualquiera clase de voluntad.

Aquello explica que algunos odiaran al Míchel en aquel lúgubre sector de la ciudad, con la misma intensidad que otros lo querían e intentaban hacer menos desgraciado su estilo de vida. Entre estos últimos estaban quienes cumplían con el ritual de arrojar "una moneda al río", como reza el título del conocido cuento de Nicomedes Guzmán.

De la misma manera que sucede hoy con los actuales muchachos moradores del río y del submundo bajo los puentes, el Míchel a veces recibía en el aire alguna fruta de algún caritativo cliente que viniera de La Vega o del Mercado Central. La delgadez de estos chiquillos mendigos muchas veces hace creer a los sensibles que es el hambre la que los acosa, mas no suele ser así: son las marcas de la droga, la inhalación de solventes, el abuso del alcohol o esa inmunda maldición importada de la pasta base, haciendo mixtura en el tipo de vida sucia y traumática; la vida de quien la consume. Esto los mantiene a veces famélicos y enclenques, como preparándose para caber en el sencillo cajón en el que serán despedidos por unos pocos sin caravanas ni coronas florales.

Por las noches, y siguiendo la tradición de los cabros de río que alguna vez fueron niños allí mismo, el mendigo juvenil dormía con sus varios perros pulgosos y los amigos de sus campamentos o "caleta", generalmente cerca de Recoleta y la Plaza Tirso de Molina. Al menos el Míchel tenía a su novia allí también: una chica apodada la Rucia por el rubio color de sus cabellos, muchacha compañera de aventuras, desgracias, miserias y quizás también de vicios.

Nadie recordará tantos detalles, ni la tragedia de alguien que también fuera nadie. Es parte de la maldición de los cabros de río de la que ni siquiera Gómez Morel escapó, pues tras haberse "rehabilitado" el escritor cayó en el más depresivo abandono y murió como vulgar N.N. en una triste pensión donde era acogido.

Fue un día de verano cuando las noticias dieron aviso del asesinato de un tal Michael Joshua Chávez Chávez, de 21 años, en el mismo borde del río Mapocho donde él había estado viviendo, pernoctando y merodeando desde hacía tantos años. Su cadáver quedó tirado y empapado en su propia sangre aunque las crecidas del río no tardarían en borrarla ese mismo año. Las imágenes de los reporteros lo mostraron rodeado de peritos, de potentes focos de luces y de gente mirando con curiosidad desde los bordes de la garganta del Mapocho y desde el Puente de la Recoleta. La Rucia, allí presente, lloraba sin consuelo, ignorando las cámaras.

El Puente Los Carros, entre los dos mercados de Mapocho.

La Rucia y los amigos del Míchel, en la mañana del día de su asesinato, escoltando el cadáver bajo el Puente de la Recoleta, a la espera de que llegara el juez a levantarlo. Fotografía publicada por el portal noticioso Emol.cl.

Todo había acabado para el Míchel durante esa noche del 1° de febrero de 2011. 

Arriba, detrás de los pretiles contorneando al río, la ciudad continuaba creciendo indiferente: se modernizaba y avanzaba: aparecían grandes edificios residenciales nunca antes vistos en el barrio, y se concluían las nuevas dependencias del Mercado Tirso de Molina, antes formado por estrechos pasillos de aspecto feriante en donde el chiquillo vagabundo del Mapocho hizo otra parte importante de su vida, ganándose las monedas del día, a veces pidiéndolas y -según decían- otras veces no.

¿Cómo se había llegado a aquel desenlace tiñendo de sangre al río? En la oscuridad de aquella fatídica madrugada, hacia las 3 de la mañana, había aparecido ante los muchachos de la "caleta" un bolso que, supuestamente, había "caído" desde alguno de los puentes al río... Al menos eso se dijo, porque los robos de estos artículos son cosa habitual en ese sector. El caso es que el bolso fue tomado por la pandilla bajo el Puente de la Recoleta quienes, al abrirlo, descubrieron la suma de $40.000 al interior de la misma; todo un dineral para estos jóvenes siempre menesterosos.

Desgraciadamente, la tentación por el dinero fue más poderosa para el Míchel que los estrictos códigos de solidaridad pandillera de los cabros de río. Intentó apoderarse de todo el dinero que había allí en el bolso, comenzando a discutir con sus compañeros de penurias. Pero una de sus cómplices, la Prisci (Priscilla Molina Fuentes), de 25 años, quien se hallaba durmiendo en esos momentos, despertó de súbito y advertir que el resto se repartía el dinero, no toleró la deslealtad insolente armando una acalorada pele. Valiéndose entonces de un arma blanca, Prisci clavó al Míchel una certera estocada en el pecho, vengando así el hecho de estarse apropiando de su parte del botín.

Sin el dinero y ya con la vida escapándose a borbotones por la herida, el muchachón quedó tendido sobre los adoquines del río, en la orilla norte y bajo la desembocadura de la avenida la Recoleta. Bomberos de la cercana Octava Compañía de Santiago bajaron e intentaron socorrerlo en una rápida reacción, pero al llegar personal médico del SAMU, sólo se pudo constatar que ya estaba muerto: había fallecido solamente unos minutos después del ataque.

Al acudir personal de Carabineros de Chile y de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones, la Prisci fue detenida para enfrentar en la tarde siguiente la audiencia de control. El cuerpo del fallecido, en tanto, permaneció tapado por plásticos hasta la salida del sol de la mañana de se día martes, junto al basural de la orilla, rodeado por los investigadores policiales, por sus acongojados amigos y por la desconsolada Rucia. Esta se mantuvo de rodillas junto al cadáver, mientras la gente que pasaba por el puente temprano miraba la macabra escena.

Finalmente, el cuerpo fue recogido y llevado al Servicio Médico Legal. Ese mismo día fue formalizada en los tribunales la muchacha agresora.

Según comentaban su ex camaradas de vagancia y marginalidad, el Míchel fue sepultado en algún lugar del Cementerio de Lampa. Desconocemos quién de ellos podría llevar flores hasta allá, si es que alguien lo hace.

Esta pequeña historia quizás ya a nadie le importe: en realidad es la de alguien que jamás importó a nadie, haciendo él su parte para ganarse tal apatía, en realidad. Sin embargo, tal vez sea un eco que continuará repitiéndose en los círculos del eterno retorno con las tragedias de la marginalidad misérrima y deplorable oculta en el río Mapocho... Tragedias olvidadas allá entre los dos mercados, pero presentes como un lastre histórico casi invisible , del que la ciudad no ha podido desprenderse aún, por más que se esfuerce.

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