EL ESCALOFRIANTE CRIMEN DE LAS CAJITAS DE AGUA

 

La cabeza del descuartizado, en fotografía de la prensa de la época. Imagen publicada en una revista "Vea" de 1973.

En junio de 1923, Santiago de Chile era una ciudad muy distinta a lo que es hoy. Su esplendor arquitectónico se reducía más bien a los remanentes que había dejado la explotación salitrera, pues algunos de los edificios que hoy dan su aspecto característico al centro de la capital recién comenzaban a ser levantados. El régimen parlamentario que, de acuerdo a los críticos más radicales del período, mantenía al Estado convertido en la menos decorosa servidumbre aristocrática, estaban en decadencia y cerca de llegar a su fin.

Con sólo medio millón de habitantes, además, la metrópoli santiaguina conocía no demasiado de industrialización. A pesar de esto, los problemas sociales generados por la migración del elemento campesino hacia la urbe se notaban: miseria, marginalidad, analfabetismo, incultura. Desde el siglo XIX se venían arrastrando los problemas de los conventillos, cuartos redondos y despachos.

La calma del día miércoles 6 de ese mes otoñal se vio interrumpida a las 16:00 horas, cuando la Segunda Comisaría de la Policía Fiscal dio aviso urgente a la Sección de Seguridad, futura Policía de Investigaciones, sobre un siniestro hallazgo realizado por el trabajador sanitario Ismael Gatica Labbé en las llamadas cajitas de agua del río Mapocho, a la altura de la actual Plaza Baquedano, por entonces Plaza Italia.

Las cajitas de agua eran unos compartimentos o "pozos" de rejillas de forma rectangular (de ahí el nombre) que se encontraban en los canales que salían del Mapocho, alimentado por el cauce con la captación y distribución de las aguas en las cámaras. Se las hallaba hacia el área donde hoy se eleva la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile y la Plaza Baquedano, más o menos. Tenían por función, además, descargar parte del volumen del río arrojándolo a una red de galerías subterráneas de alcantarillado.

Gatica era el encargado de limpiar diariamente las rejillas de aquellos pozos o cajitas, y estaba en esta labor cuando encontró un siniestro objeto: un paquete que contenía una pierna izquierda humana. Pudo constatarlo al acercar y manipular el bulto, con la precaución de valerse para esto de un palo. Esa misma noche encontró allí también otro paquete: ahora, su contenido era un grupo de vísceras humanas.

Pese a lo impresionante que podía ser para la sociedad de la época un descubrimiento de tales características, el trabajador había llevado personalmente los restos hasta la comisaría, causando pavor y una ola de rumores sobre tan escalofriante suceso. El propio Gatica, quizás impulsado por la ignorancia y el afán de notoriedad, también hizo algo de publicidad sobre el hallazgo entre sus conocidos, antes de llegar con él hasta las autoridades policiales. Según el famoso escritor y sagaz detective René Vergara, los agentes que atendieron el asunto tampoco hicieron mucho por mantener las reservas en torno a aquellos restos humanos, conmovidos por tan inusual descubrimiento.

Así pues, cuando el subcomisario Ventura Maturana y el agente Luis Díaz llegaron a la misma comisaría con la intención de analizar los restos y arrojar las primeras certezas con esta observación, la noticia del hallazgo ya había cundido por la ciudad como fuego en un reguero de pólvora. Para el día 7 estaba en los titulares de “Los Tiempos” y la boca de todos los santiaguinos.

Al estudiarlos aquellos restos, los peritos descubrieron que el paquete con el que habían sido envueltos estaba hecho con hojas  recientes de los periódicos “El Diario Ilustrado” y “La Nación”. Prácticamente se habían disuelto tras tanto rato sumergidas y soportando la corriente, pero aún así pudo precisarse la fecha exacta de los diarios usados: el sábado 2 de junio anterior.

La pierna estaba doblada y poderosamente amarrada con cáñamo, pues el descuartizador había intentado reducir su tamaño para transportarla sin despertar sospechas hasta el lugar del río en donde la arrojó. Tenía también un fragmento del sucio calzoncillo largo que usó el fallecido al momento de ser mutilado con lo que se estimó debió ser un cuchillo grande y ancho, de acuerdo a lo que podía precisarse por las características de los cortes. Esto hacía sospechar que el asesino realizó la tarea de desmembrar el cuerpo con velocidad y sin pulcritud.

Al poner atención en el pie y sus detalles, se dedujo que correspondería más bien a un tipo de estrato social bajo, probablemente un mendigo o un obrero muy pobre. Era un pie muy pequeño, de sólo 24 centímetros, equivalente a la talla 37 más o menos; estaba afectado por un juanete y por cayos en el talón, además de otras señales de un uso inadecuado de calzado y notoria falta de higiene en las uñas.

Sin embargo, como no existía experiencia sobre mutilaciones de ese tipo en la criminología nacional, los detectives quedaron bastante confundidos y con escasas cartas de solución a mano. Como el rumor del hallazgo ya se había extendido por toda la sociedad santiaguina alcanzando a la prensa, además, aparecieron nuevas conjeturas y sospechas de todo tipo, alimentadas por el cuchicheo generalizado. Maturana barajó la posibilidad, por ejemplo, de que algún hospital hubiese arrojado al río el resto, pretendiendo deshacerse de un “descuido médico”, pese a que los cortes no eran de escalpelo y a que la rusticidad de obra del mutilador resultaba evidente.

Por haberse hecho el hallazgo cerca del Mapocho, fueron investigados los hospitales El Salvador y San Luis bajo la descrita tesis, sin arribar a puerto alguno, pues no existía mutilación alguna realizada en los últimos siete días. Y aunque las especulaciones continuaron, los doctores Matus y Leighton del Hospital El Salvador, entregaron toda la información relativa al sistema de control de cadáveres del edificio y también acompañaron a los agentes hasta la comisaría para revisar la pierna cortada y concluir, otra vez, que los cortes no eran de bisturí ni del pulso profesional de un médico.

Según algunas fuentes, esta sería la entrada al conventillo frente al cual se encontró la cabeza del descuartizado, en Vivaceta, aunque otras referencias dicen que es el cité donde vivía el asesinado o bien el conventillo vecino al mismo (la numeración dice 339). Imagen publicada por la revista "Vea" en 1973.

Personal policial  acompañando al juez Aguirre en el conventillo de Santa Rosa, bajo la lluvia. Entre los presentes está el prefecto Bustamante y otros agentes policiales del caso. Imagen publicada por "La Nación".

La pierna del descuartizado, en fotografía de archivos periodísticos (Revista "Vea", 1973).

El equipo policial que resolvería el crimen. Imagen publicada por Santiago Benadava en el reportaje "El descuartizador del Matadero", del diario "El Mercurio" del domingo 27 de enero de 2002.

La cabeza del asesinado, en imagen publicada en la prensa de aquellos días. 

Pero el ensañamiento de la chusma contra los doctores no cesó. Además de un rumor alegando que la pierna habría sido el robo realizado “por un estudiante loco” desde la morgue o de la Posta Central, se señaló injustamente al facultativo Lucas Sierra de haber sido el autor de la mutilación. Todo resultó ser, aparentemente, una broma de mal gusto de los estudiantes de medicina. La palabrería delirante se completó imaginando una especie de secta de asesinos mutiladores, inclusive.

En tanto, hasta la madrugada del mismo día 7 de junio habían sido dispuestos casi todos los hombres de la recordada Sección de Seguridad para revisar las cajitas de agua del Mapocho, cuyos canales y pozos fueron secados. A pesar de los esfuerzos, no habían podido llegar a nuevos resultados.

Estaban aún en trabajos de búsquedas y empadronamientos cuando un señor llamado Ernesto Salinas telefoneó a la policía: informaba del descubrimiento de otro resto, frente al número 2076 de calle Germán Riesco cerca del barrio Matadero, sucedido el día 8 siguiente. Como los agentes pudieron confirmar después, correspondía a un torso humano, con brazos pero sin cabeza, que había sido colocado dentro de un saco cafetero nuevo. El hallazgo lo había hecho accidentalmente un infante del sector.

Maturana armó un nuevo grupo, esta vez integrado por los agentes Salvador Orellana y Amador Lizama, otros dos nombres que cobrarían un enorme peso en la  historia de la criminología nacional. Los tres partieron hasta el lugar del nuevo descubrimiento, entonces, entrevistándose con Salinas y con el asustado autor del mismo: un niño llamado Luis Aguirre, de siete años, quien dio con el torso mientras jugaba a las bolitas por ahí cerca.

Aguirre señalaba un maloliente rincón junto a una pared derruida, al lado de una reja de alambre, como el lugar donde estaba. Al observar con detención el saco en el que venía envuelto el torso, los agentes descubrieron la inscripción “A.A.B.C. Valparaíso. 250 kilos. 71”. Maturana puso atención también en el sitio mismo del hallazgo y observó las huellas de una actuación precisa que comprometía a el o los criminales: una rueda como de carretilla o carretón, deslizándose junto a la vereda, incluso con marcas de haber hecho una detención. También se veían huellas de cascos de caballos y las pisadas de un calzado derecho de mujer. Se sacaron varias muestras de vaciado a estas marcas.

El tronco también estaba envuelto de un mantel de hule amarillento muy gastado, con grandes manchas de sangre, parte de ella ya seca. El diseño del mantel tenía flores verdes y azules, con dobleces en sus cuatro puntas, por lo que se dedujo que debió corresponder a una modesta mesa de puntas romas y más bien pequeño tamaño. Según el estudio que el abogado Santiago Benadava hizo de este caso décadas después, la medida exacta del hule era 1.75 x 0.85 centímetros. Y, al fondo del saco, se hallaron también más tiras de cáñamo y una hoja correspondiente al diario “Las Últimas Noticias”, esta vez del lunes 4 de junio.

Más detalles interesantes se encontraban en el torso desmembrado, sin embargo. Se observó que vestía una sucia camiseta gruesa con la frase “Cóndor de Oro”, impresa a la altura del pecho. Y en el botón superior de la misma prenda tenía enredados largos cabellos de color castaño. Por el largo de esos pelos, de unos 35 centímetros, se dedujo que pertenecían a cabellos femeninos. Esto coincidía con la profunda huella de calzado de mujer encontrada, como se recordará. Comenzó a cundir desde ahora, entonces, la teoría del “triángulo pasional”, según dramatizaba el diario "El Mercurio" del sábado 9 siguiente.

Mientras el asunto terminaba de desatar la alarma pública, el tronco partió a reunirse con la pierna cortada en el Instituto Médico Legal. La autopsia la realizaron los prestigiosos médicos tanatólogos nacionales Carlos Ibar de la Sierra y Rafael Toro Amor. Los peritos pudieron precisar que la data de muerte sería de entre los días sábado 2 y domingo 3 de junio. El fallecido tendría aproximadamente unos 35 a 40 años y debía medir entre 1.70 a 1.72 metros , aproximadamente; 1.78 como máximo. Pesaba probablemente de 75 a 78 kilos. Según el diario “La Nación”, correspondía a una persona "decente por su cutis blanco, fino y limpio", afirmación que no resultó tan exacta, según veremos. El hombro derecho tenía un pequeño lunar carnoso y oscuro que podría servir para reconocerlo, además.

Como los forenses nunca habían visto antes semejante ensañamiento con un cuerpo, al concluir la autopsia Toro Amor declaró: "Jamás la Morgue había intervenido en un crimen tan horroroso". En su informe, agrega que la víctima probablemente había sido aturdida, estrangulada y comenzada a ser descuartizada cuando aún no moría. No quedó claro si el tipo había sido decapitado en tal ataque o si primero se le dio muerte, pero la hemorragia interna había alcanzado a infiltrarse en tejidos celuloadiposos de músculos y vainas vasculares. Esto hizo sospechar a Maturana que la mujer de quien procedían los cabellos atrapados en el botón y las pisadas en el lugar del crimen, podrían corresponder más bien a una cómplice de un asesino con mucha más fuerza y envergadura física. Muchas de estas conclusiones estaban equivocadas, sin embargo.

El análisis más detallado de los restos comenzó a arrojar también resultados que trajeron a la luz pública los vicios y la falta de escrúpulos de la vida en la más oscura marginalidad social de Santiago. Se encontraron fluidos de secreciones purulentas en el pene, por lo que se precisó que el fallecido padecía blenorrea o gonorrea, enfermedad asociada a lo más sombrío de los barrios bajos y a la prostitución menos elegante de la ciudad. Al examinar los contenidos estomacales, se encontraron restos de carne de cerdo, al parecer de un causeo, mezclada con vino y abundante chupilca hecha de chicha con harina tostada, bebida esta última que era común en los sectores más populares de la sociedad.

Efraín Santander y Rosa Faúndez (Imagen: Copesa).

Imagen de la revista "Zig Zag" Nº 956 del 16 de junio de 1923, reproduciendo el caso en el artículo "La Nota Roja de la Semana: el suplementero estrangulado y mutilado".

Uno de los policías que llevó el caso, muestra cómo había sido introducido en un baúl el cuerpo del hombre asesinado.

El mantel y la mensa que inculparon a Rosa en el crimen del Águila. Imagen publicada en el diario "La Nación".

Muchos santiaguinos asistieron al Instituto Médico Legal para revisar los restos e intentar reconocer algún familiar perdido en el indicado lunar negro sobre el hombro o en ese pie pequeño. Los angustiados familiares de aquellas almas perdidas creyeron identificar en tales piezas humanas a distintas personas, llegando a llorarlas con los nombres de Carlos Flematti, Eligio Martínez, Pedro Villalobos, José Flores, Héctor Parra, Juan Bello, Roberto Zúñiga, Antío Doerr, Gustavo Boss, Tránsito Ponce, Luis Casanovas y Emilio Quinteros, entre muchos otros. En formato de versos, la revista "Corre Vuela" satirizó entonces:

Con los pelos tal, de punta
todo el mundo horrorizado
se hizo esta pregunta:
¿quién será el descuartizado?

A la sección presurosas
con semblantes doloridos
concurrieron muchas esposas
a indagar de sus maridos.

Las comparaciones de los zapatos que llevaban los consultantes como identificador con un molde del pie hecho en yeso, permitieron ir descartando a los nombres que no se correspondían con aquellos despojos humanos. Además, como el resto del cuerpo y la cabeza no aparecían aún, se comenzó a presumir que en cualquier momento serían abandonados por el criminal en algún otro punto de la ciudad. Esta paranoia hizo que, mientras los restos seguían esperando identificación en la morgue, muchos agentes se arrojaran sobre casi cualquier persona que anduviese por las calles portando paquetes grandes, que eran obligados a ser abiertos.

Con un sentido magistral para enfocar su trabajo, el agente Orellana se quedó en el Instituto Médico Legal por otros cuatro días para vigilar a los grupos más pobres de familias que asistían a las identificaciones de los restos. Largas romerías se habían constituido allí, sin éxito. Orellana quería reconocer, entre ellos, alguno de los elementos presentes en los trozos cadavéricos: chicha con harina tostada, camisetas con leyendas impresas, ropas andrajosas, enfermedades venéreas, etc.

Así pues, tras esperar e intercambiar pacientemente con los visitantes, dio con un grupo de niños suplementeros o canillitas, como se les llama popularmente, quienes manifestaban su preocupación por la ausencia de ya varios días de un vendedor de diarios apodado el Águila, quien tenía su kiosco en general Jofré con Lira, de camino desde el centro de Santiago hacia el barrio Matta y Matadero.

Con aquella valiosa pista, los agentes dieron por fin con un nombre: un tal Efraín Santander, suplementero efectivamente apodado el Águila, como indicaron los niños. Al revisar el registro de identificación, pudieron precisar que era Efraín Santander Jara, oriundo de Talca y de 47 años a la sazón, quien tenía también antecedentes penales por hurtos, riñas, estafa, ebriedad y lesiones. Lo más importante, sin embargo, era que coincidía exactamente con los rasgos y medidas determinados por los peritos.

La sorpresa fue más aguda al descubrirse que el Águila tenía una esposa, también suplementera: Rosa Faúndez Cavieres, corpulenta mujer de 32 años quien cargaba con sus propios antecedentes delictuales. Se había casado con ella por la Iglesia y vivían juntos. Según las anotaciones realizadas en su prontuario junto a la fotografía blanco y negro, correspondía a una mujer de pelo castaño, largo y lo usaba tomado en un moño. Era  una cabellera similar a la que se esperaría por las muestras de pelo halladas en el torso.

Por otro lado, se asoció también el tipo de cáñamos usados en las amarras de los paquetes con los empleados para la envoltura de lotes de la imprenta “La Nación”. A través de sus trabajadores, la policía se enteró de que Rosa Faúndez trabajaba con ellos y que, últimamente, estaba abusando visiblemente de su alcoholismo.

Con aquellos antecedentes, entonces, los policías consiguieron una orden de registro del domicilio de la mujer y su marido en la pieza 12 de un conventillo de calle Santa Rosa 353. Fueron recibidos por ella, en estado de ebriedad. Una rápida mirada de los agentes permitió reconocer la mesa de puntas redondas donde había estado antes el mantel de hule que envolvía el tronco cortado, en un pequeño comedor. Apenas comenzaron a interrogarla, ella declaró que su marido no aparecía en casa desde el día domingo 3.

Bajo un baúl depositado en una de las habitaciones, hallaron también  guantes de mujer ensangrentados. Y, dentro del baúl, más sangre, escurrida desde algún objeto que allí había sido depositado. En los cajones de una vieja máquina de coser, en tanto, encontraron una manopla y una navaja. Y, bajo la cama, varias tiras de cáñamo, papeles de diario, un pañuelo ensangrentado y un par de zapatos masculinos de talla 37. También había una mancha grasosa en una parte del suelo, indicio de que hubo allí un charco de sangre que había sido lavado. Además, encontraron restos de sangre salpicada en pequeñas gotitas sobre la pared y en la juntura de dos cuchillos, entre la hoja y el mango.

Curiosamente, mientras los policías registraban su casa, Rosa seguía bebiendo abundante licor sentada en su cama y murmurando palabras inconexas, casi evadida de la grave situación en que se encontraba y prestado nerviosa atención sólo parcialmente a lo que sucedía. El jefe policial sacó entonces el hule desde un sobre, extendiéndolo en la mesa ante los ojos de la mujer: calzaba perfectamente con el mueble. Atrapada por la evidencia, no tuvo una explicación razonable para decir cómo había sido extraviado de su casa.

Al ser llevada a la comisaría y emplazada a responder por el lugar donde estaba su marido, la mujer sólo insistió en que desde el domingo no aparecía y que se había ido quizás a Valparaíso con su “nueva querida”, según las versiones oficiales. Sin embargo, cuando reconoció que los zapatos recién encontrados eran los únicos que tenía su marido, los agentes la acorralaron consultándole con qué calzado podría haberse ido de viaje, entonces.

Sin más evasivas, Rosa confesó haber asesinado al Águila. De acuerdo a la declaración que dio entonces, Efraín le había sido permanentemente infiel y el dolor de la situación era insoportable, según ella, precipitándose todo en una de esas borracheras devenidas en violentas discusiones, cuando él comenzó a exigirle dinero, 30 pesos, que Rosa advirtió de inmediato iban dirigidos a una amante de su marido en Valparaíso, pues había descubierto una carta donde esta le solicitaba ayuda económica.

Aquello sucedió ese fatídico domingo 3 de junio anterior, hacia las 19:00 horas. Él la tomó del pelo con la mano izquierda y la abofeteó con la derecha al tiempo que, según contaría la mujer, también intentaba abordarla sexualmente. Pero Rosa habría reaccionado estrangulándolo hasta hacerle perder la conciencia, dejándolo tendido sobre la cama. Para asegurarse de que no volviera en sí, se supuso que le ató una cuerda firmemente en el cuello y metió su cuerpo dentro del baúl mientras decidía qué hacer con él, como detallaba "La Nación" en esos días:

El baúl abierto, como una tarasca monstruosa, se tragó el cadáver. La mujer durmió, comió, vivió en la silenciosa compañía del muerto, que desde ese momento presidió y orientó, tal vez para siempre, todo su pensamiento.

Hacer desaparecer el cadáver de un hombre no es como hacer desaparecer un pañuelo. La solución aparecería fácil e incitante y muy pronto desplazó todas las demás ideas de aquel pobre cerebro torturado.

Increíblemente, mientras ocurría todo aquello, ningún vecino o residente del mismo lugar escuchó algo, ni siquiera un matrimonio y otros cuatro suplementeros que pagaban pensión en el inmueble. La razón es sencilla: todos estaban ebrios.

Rosa Faúndez y Efraín Santander... Un caso tormentoso y cruel. Imagen de la revista "Zig Zag" Nº 956 del 16 de junio de 1923.

La fatídica habitación N° 12 del conventillo, en diagrama publicado por "La Nación". Los puntos señalados del escenario del crimen son: 1) la cama en donde murió Efraín, 2) la mesa del mantel, 3) el baúl en donde fue escondido el cuerpo, 4) el lugar donde dormían dos muchachos también residentes, 5) el lugar en donde dormía el otro matrimonio morador del inmueble, 6) rincón donde dormían otros dos muchachos, 7) el sector del estante y 8) lugar en donde estaba una máquina de coser.

 

Rosa en el conventillo de Santa Rosa con los agentes policiales, durante la reconstitución del crimen. Imagen publicada en el diario "La Nación".

Según la información con la que contamos, la numeración de calle Santa Rosa ha sufrido algunas alteraciones en la cuadra correspondiente a la ubicación del pasaje en donde se cometió el crimen de las cajitas de agua en 1923. Si este pasaje (Cité A. Winhtherr, en el 349) no es aquel en donde tuvo lugar el acontecimiento (Santa Rosa 353) corresponde al menos a uno del mismo estilo que habría tenido el original.

Vista del pasaje desde el interior, hacia su acceso en calle Santa Rosa.

Ante la urgencia de deshacerse del cadáver, entonces, Rosa lo colocó extendido sobre el mantel de hule y lo desmembró con un cuchillo cocinero, repartiendo después los trozos del cuerpo por distintas partes de Santiago a través de los carros-victorias públicos, durante las noches. Y, mientras hacía estas espeluznantes confesiones, la mujer no hacía gesto de arrepentimiento ni mostró señales de llanto. Describió todo con abismante frialdad, aunque uno de sus principales temores era que el espíritu descarnado del occiso volviera ahora a "penarla", curiosamente.

La cabeza del fallecido, en tanto, apareció el domingo 10 de junio en el canal Las Hornillas, enfrente de la dirección Vivaceta 648, cuando los agentes realizaban búsquedas en diferentes canales como este y el que pasaba por las instalaciones de la Tracción Eléctrica, siguiendo las instrucciones de Rosa. La cabeza había sido arrastrada seis cuadras desde el lugar en donde la había arrojado en la salida del puente Manuel Rodríguez, según informaba "La Nación" del día lunes 11, aunque parecía estar en buen estado.

Casi al mismo tiempo fue encontrada la evasiva pierna derecha, en un canal de Providencia cerca de las cajitas de agua, hallazgo que fue logrado por los agentes Oscar Molina, Romilio Gallardo, Saverio Morras y un equipo de rastreo de la sección. Así el cuerpo, después de 11 días separado, volvía a quedar unido en el Instituto Médico Legal, salvo por las manos.

Rosa fue recibida con insultos en la reconstitución de escena y los tribunales, proferidos por gente que llegó a aquellos lugares. La tesis de un cómplice fue sostenida durante el juicio, pero ella, defendida por el abogado Pedro León Ugalde, lo negó tajantemente. El magistrado que llevó la investigación, juez de crimen Marcos Aguirre, no estaba convencido de que pudiese ser capaz, por sí sola, de desplegar la fuerza suficiente para estrangular, arrastrar, desmembrar y repartir por la ciudad a su infeliz marido. Sin embargo, ella demostró su fortaleza a tomar a uno de los detectives que simuló ser el cadáver y, sin ayuda, logró meterlo dentro del mismo baúl que había usado. Ya convencido de que no necesitaba asistencia en esto, el juez le ofreció a Rosa la posibilidad de ver nuevamente al cadáver para recordar con más detalle los hechos. Sin embargo, inesperadamente ella soltó lágrimas y, quebrándose por primera vez, declaró en el tribunal:

...prefiero que me maten a que me sometan a este trance... no tengo para qué ocultar detalles cuando he confesado explícitamente mi responsabilidad.

Finalmente, la mujer fue condenada por homicidio simple el 18 de marzo de 1925, desestimándose su explicación de haber actuado motivada por los celos incontrolables, pues el juez no consideró a estos como un factor "irresistible" en la causa del crimen como sí lo sostenía la defensa, ni tampoco acogió la tesis de que había actuado en defensa propia. Empero, no se le consideró como agravante el descuartizamiento, por haber sido ejecutado después del asesinato mismo.

La pena que había solicitado el promotor fiscal era de 20 años de reclusión. Pero la condena fue bajada y la Corte de Apelaciones confirmó esta sentencia, fijada en siete años de presidio. Al salir libre, Rosa volvió a vender periódicos en las mismas esquinas que lo hacía antes de convertirse en asesina, en el kiosco de General Riesco con Lira, ahora acompañada por su nueva pareja, también suplementero. Falleció de avanzada edad, varios años después.

A pesar de todo, quedaron algunas dudas rondando sobre si la muerte del sujeto tuvo algo de accidental o fue totalmente provocada por la mujer, cuando fue atado por el cuello a la cama. Se cuenta también que expertos internacionales habrían propuesto la posibilidad de que Efraín muriera accidentalmente, a causa de las ataduras que lo inmovilizaron en el catre de su cama, pero la conclusión del tribunal fue rotunda en la responsabilidad de Rosa.

El escenario de tan infame crimen era el retrato vivo de la marginalidad en que vivía buena parte de la sociedad de esos años, por cierto. El hacinamiento era tal que dentro de la residencia hubo otras personas haciendo sus desgraciadas vidas al lado del baúl con el muerto, como el mencionado matrimonio que dormía allí en las noches, formado por compadre de la víctima y su mujer. A los pies del comedor, en cambio, dormían los niños y los otros moradores usando diarios sobre el suelo. Uno de esos sujetos que allí pasaron la borrachera durante la noche del crimen, apodado el Tuerto Carrasco, quedó incomunicado por sus malos antecedentes. Joaquín Edwards Bello editorializaba al respecto, en "La Nación":

¿Qué visión noble podía llegar hasta un conventillo del Matadero donde se respira el vicio y la sangre animal, conventillos rodeados de chamizos infectos, baja prostitución y sórdidas tabernas? Ella no encontró al hombre bíblico, al ser superior, al guía y protector. El vicio y la miseria, la infelicidad en el hogar produjeron el estallido, el crimen con el repugnante epílogo del descuartizamiento efectuado con pasmosos detalles, acusadores de una zolesca degeneración de la sensibilida.

A todo esto, como se había ofrecido una recompensa de 500 pesos para quien resolviera el crimen, la Prefectura de la Policía había procedido a repartir el dinero entre los tres agentes principales que tuvieron la vital participación en el caso. Sin embargo, uno de ellos, Lizama, se negó a recibir el premio, de modo que se terminó siendo repartido sólo entre Maturana y Orellana.

Para los aficionados al estudio de la criminología nacional, el caso de las cajitas de agua constituye una perla entre los clásicos más célebres de hechos sangrientos o de profundo impacto social en la población de Santiago. Empero, pocos años antes de su fallecimiento el mencionado ex diplomático e investigador Benadava reflexionaba en "El Mercurio" que este crimen ha de tener una de las connotaciones más dramáticas sobre la vida en la extrema en la vil pobreza de la ciudad, alojada siempre entre las sombras y los recovecos menos visibles, pero que quedaría expuesta y desnuda tras estos sorprendentes sucesos de 1923:

Es típico de ambientes en que viven grandes sectores de nuestro pueblo -escribió evocando la opinión de Edwards Bello-, pobres, sórdidos y promiscuos, en que los hombres, relegados a un tugurio o cuarto exiguo, no tienen otro entretenimiento que la bebida, la prostitución barata y toda clase de vicios.

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