EL ASESINATO DE LOS HERMANOS JUAN JOSÉ Y LUIS CARRERA: BICENTENARIO UN CRIMEN POLÍTICO Y DEL ABRAZO MÁS TRISTE DE LA INDEPENDENCIA

 

Grabado con el abrazo de los hermanos Carrera, antes de su ejecución, hecha por el  ilustrador Luis Fernando Rojas para la enciclopedia histórica "Episodios Nacionales".
Coordenadas: 32°52'47.1"S 68°49'44.0"W (Plaza Pedro del Castillo de Mendoza, lugar de la doble ejecución) / 33°26'15.3"S 70°39'07.0"W (lugar de la cripta en la Catedral Metropolitana de Santiago)
Nota: artículo originalmente publicado en el sitio URBATORIVM en abril de 2018, trasladado hasta acá en 2022.
Hace sólo unos días, celebramos el bicentenario de la Batalla de Maipú, hazaña triunfal de la lucha de la Independencia de Chile y de la victoria del Ejército Unido que decidió la larga guerra contra los realistas, el 5 de abril de 1818. El símbolo imperecedero del Abrazo de Maipú, entre los generales José de San Martín Matorras y el lesionado Bernardo O'Higgins Riquelme, quedó inmortalizado ahora en un gran mural artístico, inaugurado en la misma comuna que fuera escenario de la batalla.
Por escrúpulos, sin embargo, la conmemoración histórica suele apartar a codazos el hecho que, a los pocos días de la brillante gloria militar las fuerzas chileno-argentinas, tuvo lugar en la Provincia de Cuyo, Argentina, uno de los asesinatos políticos más infames y perversos ocurridos a nuestros próceres: la ejecución de Juan José y Luis Carrera, llevada a cabo precisamente cuando se acababa de asegurar la victoria chilena en Maipú.
Sucio hecho de la historia, diríamos, que tuvo como símbolo su propio y dramático abrazo, el más amargo de la Independencia de Chile, cumpliendo ayer también sus 200 años.
Juan José Carrera Verdugo, uno de los ejecutados, había nacido en Santiago el 26 de junio de 1782. Fue alumno del Convictorio Carolino y alcanzó el grado de Brigadier en el Ejército de Chile. Era un hombre corpulento y de estructura atlética, si nos fiamos por las descripciones que de él se han hecho. Tuvo también un liderazgo personal que le sirvió en el mundo político, llegando a ocupar el cargo de vocal de la Junta de Superior Gubernativa. Empero, cultivó algún grado de envidia íntima hacia su hermano José Miguel, según coinciden en aseverar algunos autores. Contrajo matrimonio con la hermosa y paciente Ana María Cotapos, dejando esta relación hermosas cartas del prócer, que revelan su carácter más sensible y espiritual detrás del aspecto adusto que siempre mantuvo.
Luis Florentino Carrera Verdugo, en cambio, había nacido el 20 de junio de 1791, también en la capital chilena, siendo el menor de los cuatro hermanos. Alumno del Convictorio Carolino y seguidor de la tradición familiar del uniforme, probablemente haya demostrado con él las mayores capacidades militares de entre los tres hermanos hombres, alcanzando el grado de Coronel de Artillería. De carácter reservado y jovial, era un hombre esbelto y dinámico, que no parecía padecer los efectos paralizantes del temor ni perdía la cabeza ante las situaciones de adversidades que le demandó la lucha patriótica. Se asegura que pudo haber sido el único de los Carrera por el que el General San Martín manifestó algo de aprecio, al menos por un tiempo.
El asesinato de ambos Carrera, en 1818, parece ser el inicio de una cadena de primeros crímenes políticos de la historia del Chile independiente, si es que asumimos que la ejecución del bandolero reclutado entre los patriotas, José Miguel Neira (a fines de 1817) efectivamente fue por haber regresado con su banda a las tropelías de antaño y no para aliviarle el camino a la barrida final de la Logia Lautaro... Por supuesto, se obvian las brutalidades anteriores cometidas contra jefes realistas por mero consejo del demonio de la venganza, como sucedió a Vicente San Bruno, tras ser apresado en Chacabuco.
Sobre lo anterior, se recordará que a la muerte de los dos hermanos Carrera, siguieron las de Manuel Rodríguez y después el tercer Carrera, don José Miguel, por lo que -de alguna forma- Juan José y Luis Carrera fueron los primeros asesinados por parte de un gobierno en Chile que quería  deshacerse de sus enemigos políticos, además de ser los primeros chilenos en ser ultimados por decisiones centrales tomadas en su propio país, pero ejecutadas en territorio extranjero.
Obviamente, tras las celebraciones del Bicentenario de la Batalla de Maipú el pasado 5 de abril, pocos tuvieron el coraje y la solidez emocional para saltar al estado de luto conmemorativo y no olvidar que se cumplieron también 200 años desde el vil crimen, en su momento burdamente disfrazado de proceso judicial. Una misa realizada recordando a los hermanos al mediodía del día domingo 8, en la Iglesia de San Francisco de la tan carrerrina localidad de El Monte, a la par de sus celebraciones de la Fiesta de Cuasimodo, marcaron la siempre necesaria y alentadora excepción.
Don Juan José Carrera, en grabado reproducido por Vicuña Mackenna.
Don Luis Carrera, en grabado reproducido por Vicuña Mackenna.
Es preciso retroceder un poco en el tiempo para referirse al camino que condujo hacia el infeliz acontecimiento de la historia de la Independencia de Chile y Argentina. Este asunto parte, de alguna manera, con la fundación en Cádiz de la famosa y fundamental Logia de los Caballeros Racionales, más conocida como Logia Lautaro o Lautarina, impulsada por el humanista, militar y diplomático venezolano Francisco de Miranda.
Los vínculos directos de la masonería y los integrantes de la Logia, si bien han sido discutidos por largo tiempo (en general, por ser la mayoría de ellos de muy bajo rango en la organización), fueron reconocidos por autores como Bartolomé Mitre y Fabián Onsari, ambos altos e influyentes francmasones argentinos. Rápidamente, se reclutarían en ella figuras esenciales de la Independencia Americana, como resumía el historiador chileno Oscar Espinosa Moraga ("El precio de la paz chileno-argentina"):
Seducido por los ideales de la Revolución Francesa, Francisco de Miranda concibió la quimera de reconstruir el imperio hispano en un Estado único e indivisible, con un Gobierno federal. Para neutralizar la resistencia de William Pitt, que denunciaba a España sus actividades, Miranda fundó la Logia de los Caballeros Racionales o Lautaro, nombre insinuado por O'Higgins, con una férrea organización masónica. Un agente pasó a España, donde fundó una sucursal. A ella se afiliaron San Martín, Alvear, Zapiola, Carrera y otros patriotas.
Timoneando así el proceso de emancipación de Hispanoamérica y contando con apoyo y patrocinios de los hermanos desde Reino Unido, la Logia Lautaro operaba en Sudamérica desde la sede fundada en 1812 por San Martín en Buenos Aires, durante el segundo año de gobierno de Bernardino Rivadavia en las Provincias Unidas de la Plata. La cruzada lautarina recibía dicho auxilio logístico de origen británico a través de la propia capital argentina, como se desprende de "La Aurora de Chile", en la nota de un corresponsal del 1º de febrero de 1813, donde se señalaba la llegada de un buque inglés con personal técnico para armería y talleres que debían implementarse en Tucumán.
A la sazón, tras haber regresado desde España alentado por las noticias del proceso iniciado en su patria con la Primera Junta Nacional de Gobierno, el General José Miguel Carrera ostentaba aún el cargo de Presidente de la Junta Provisional de Gobierno, desde noviembre de 1811, y Presidente de la Junta Representativa de la Soberanía, desde diciembre de 1812. La posible militancia inicial de Carrera en la Logia Lautaro, sin embargo, iba a fracturarse en forma definitiva y con dramáticas consecuencias para el desarrollo de la historia de Independencia de Chile.
A mayor abundamiento, ayudado por sus hermanos Juan José y Luis Carrera, don José Miguel había dado un golpe el 4 de septiembre de 1811, para instaurar la nueva junta. Así describe los hechos Fernando Campos Harriet ("José Miguel Carrera"):
Dejó intacto el Congreso y, en un esfuerzo por dividir el mando con los  exaltados, cambió la Junta de Gobierno, reservándose él un puesto y dando los otros dos a Rozas y a Gaspar Marín, figuras eminentes del partido patriota. Previsor, vislumbrando un porvenir de guerra, se aseguró el ejército y dio a su hermano Juan José la Comandancia del Batallón de Granaderos y a su hermano Luis la brigada de artillería. Quemó las naves por la causa de los patriotas, y mandó salir sin tardanza del país a los  realistas que tenían esperanzas de su gobierno.
Lo descrito no impidió, sin embargo, el ardor de ciertas diferencias entre los rebeldes dos hermanos mayores, cuando Juan José instigó un intento de rebelión de los granaderos en septiembre de 1812, quebrándose así las confianzas de don José Miguel, aunque lograron resolver medianamente las asperezas con el correr de las semanas, manteniendo desde allí en adelante una relación más bien distante.
Ambos militares, acompañados por la mayor de los cuatro hermanos, doña Javiera Carrera (heroína injustamente reducida en su importancia, por su participación tras las luces protagónicas), participaron de las importantes decisiones del gobierno de don José Miguel y en la forja de las bases republicanas a las que aspiraba la Patria Vieja, incluyendo la presentación de oficial de los primeros símbolos patrios, el escudo y la bandera, en 1812.
Carrera lucía las mencionadas credenciales de mando en el gobierno, cuando fue advertido desde Concepción, del desembarco en el puerto de San Vicente, Talcahuano, de fuerzas realistas de alrededor de 2.000 hombres, al mando del Brigadier Antonio Pareja, arribadas el 27 de marzo de 1813. En pocos días de andar hacia el Norte, además, el español había más que duplicado su cantidad de hombres, llegando ya a unos 5.000 soldados, milicianos y veteranos.
Pareja redactó un oficio con un ultimátum al gobierno chileno, el 3 de abril. Éste llegó hasta el mando supremo en momentos de complejos, aflorando ya las divisiones entre los propios patriotas. Las capacidades militares y políticas de los Carrera iban a pasar por su prueba de fuego, ambas simultáneamente.
Al conocer de estas amenazas realistas, sin embargo, hermanos de Logia como el General Juan Mackenna, influyente pero intrigante militar de origen irlandés, estuvieron de acuerdo en negociar con los españoles a nombre de todos los patriotas. Sin embargo, José Miguel Carera y sus hermanos se opusieron férreamente a toda posibilidad de subordinarse ante los realistas. En respuesta y adelantándose a cualquier intento de entendimiento con Pareja, marchó al Sur para hacer frente a los invasores con el cargo de Comandante en Jefe del Ejército, pero para ello debiendo dejar el mando de la Junta Provisional delegándolo en José Santiago Portales, padre del futuro ministro Diego Portales Palazuelos.
A pesar de los maliciosos mitos que algunos alérgicos al carrerrismo han intentado sostener sobre las capacidades militares de don José Miguel, la campaña tuvo excelentes resultados para el bando chileno en los enfrentamientos conocidos como la Sorpresa de Yerbas Buenas, del 27 de abril, y la Batalla de San Carlos, del 15 de mayo, destacando  también el desempeño de Juan José Carrera, que logró dispersar a los realistas poniéndolos en fuga y reducir así su cantidad a menos de la mitad, atrincherados en Chillán tras recuperar Talcahuano y Concepción.
Poco después, los realistas tuvieron nuevas derrotas en enfrentamientos de Villa de Quirihue y en Cauquenes, el 17 y el 23 de agosto, respectivamente. Para peor situación hispana, Pareja murió en esos días por causas naturales, siendo relevado en el mando militar por el Coronel Juan Francisco Sánchez.
Sin embargo, en el Sitio de Chillán iniciado por Carrera el 17 de octubre, quizás entusiasmado con la seguidilla de triunfos y respondiendo a las instrucciones a veces erróneas y contradictorias que llegaban desde Santiago, resultaría en un retroceso para los patriotas. En la ocasión, don José Miguel tomó una división de su ejército dirigiéndola hacia el Paso El Roble, y puso a su hermano Juan José a cargo de otra en el sector de unión de los ríos Itata y Ñuble. Sin embargo, el Coronel Sánchez ya había logrado anticipar esta jugada y envió sigilosamente a un grupo de soldados que iban a atacar por la retaguardia al ejército de patriotas, ese mismo día, comenzando así el Combate de El Roble.
El ataque fue inesperado y causó una tremenda confusión, en la que no hubo respuesta a tiempo del lado chileno. Carrera ordenó retirada y acabó escapando por la corriente del río Itata, perseguido por los realistas. Todos daban por perdida la situación hasta que el entonces Coronel Bernardo O'Higgins, gritando valerosamente y arengando a las fuerzas patriotas con su célebre "¡Vivir con honor, o morir con gloria!, ¡El que sea valiente que me siga!", logró reorganizar la tropa e improvisar una eficaz carga sobre el enemigo, que logró liquidar y dispersar a muchos de ellos, volteando con una victoria rotunda un pésimo destino que ya parecía seguro.
La situación de El Roble levantó un enorme prestigio en la figura O'Higgins, pero también un descrédito para Carrera que no dejaron pasar sus adversarios, viéndose en necesidad de detener su avance contra Chillán y después responder ante la ojeriza del gobierno en Santiago, siendo relevado en el mando militar por O'Higgins, seguido del Coronel Mackenna, el 27 de noviembre de 1813. Sus hermanos también fueron marginados del Ejército, a causa de esta discordia. Sin embargo, parece ser que el propio José Miguel propuso a O'Higgins como su sucesor, venciendo algunas resistencias y presiones para que otros nombres tomaran la Comandancia en Jefe del Ejército.
Desde aquel momento,  sin embargo, todos los esfuerzos de la Logia Lautaro y sus hermanos, tendería a tratar de aislar por cuanto medio y posibilidad se tuviese a mano, a los hermanos Carrera.
Don José Miguel Carrera, en grabado reproducido por Vicuña Mackenna.
Doña Javiera Carrera, en grabado reproducido por Vicuña Mackenna.
En enero de 1814, el Brigadier Gabino Gaínza fue enviado a Chile para reemplazar a Sánchez en el mando realista y contraatacar al gobierno independentista. A pesar de que se sabían sus movimientos y podían advertirse desde ya sus planes, desembarcó sin problemas en el Golfo de Arauco, el último día de ese mes.
Gaínza se dedicó en las semanas que siguieron, a reunir fuerzas entre chilenos realistas, elementos dispersos de las tropas prohispánicas e indios mapuches que se reclutaron en gran número, engrosando así sus filas y reforzando el bastión de Chillán, aventurándose en algunos ataques que le permitieron tomar la ciudad de Talca el 3 de marzo.
La mala noticia puso en nueva crisis al inestable gobierno chileno,  con revueltas populares incluidas, acabando disuelta la Junta y nombrándose como Director Supremo del Estado al Coronel Francisco de la Lastra, una semana y media después.
Siguiendo posiblemente consejos del Coronel Mackenna, O'Higgins tomó la decisión de realizar un enfrentamiento directo con las tropas de Gaínza dividiendo sus fuerzas. Todo pareció auspicioso en los resultados, al inicio: los patriotas acabaron derrotándolos en un choque cerca de Ñipas, el 19 de marzo, y al día siguiente una segunda división de Mackenna hizo lo propio en el fundo Membrillar, obligando a los realistas a escapar de vuelta a la asediada Chillán.
Sin embargo, el 29 de marzo, una tercera división chilena fue derrotada en el Desastre de Cancha Rayada (no confundir con la batalla homónima de 1818), producto de errores estratégicos y de la mala calidad profesional del elemento humano participante. Esto dejó abierto el camino de Gaínza hacia la capital chilena, y así partió de inmediato con el objetivo de apoderarse de Santiago.
O'Higgins debió montar una urgente persecución de los realistas en su camino hacia la capital, hasta alcanzarlos recién el 8 de abril en el Combate del Fundo Quecherehuas, vecino a Molina, lo que obligó a Gaínza a retroceder hasta Talca, desde donde retomaron Concepción y Talcahuano.
La situación, si bien estaba generando enormes costos para ambas partes sin avances sustanciales, resultaba mucho más peligrosa para los patriotas, pues parecían condenados a tener  que contener el avance a Santiago. Coincidentemente, entendiendo las complicaciones para los independentistas, el Virrey del Perú don José Fernando de Abascal, envió como intermediario y mediador a un agente británico, el Comodoro James Hillyar, quien se entrevistó con los patriotas convenciéndolos de ceder y allanarse a un acuerdo de paz.
Dadas así las cosas, O'Higgins y Mackenna aceptaron y firmaron con Gaínza el controvertido Tratado de Lircay del 3 de mayo de 1814, humillante acuerdo en cuya gestación participó también el político Antonio José de Irisarri, otro enemigo radical de los Carrera.
En el acuerdo de marras, se reconocía la autoridad del invasor español y su control territorial en Concepción; se retrotraía la situación político-administrativa casi hasta los mismos estados coloniales anteriores a 1810, en ciertos aspectos, y, anticipándose a la rebeldía de los Carrera, se convenía implícitamente en sacarlo de la lucha a él y a sus hermanos. Así lo explica Campos Harriet:
Por un artículo secreto de los tratados de Lircay, se pactaba la recíproca  libertad de los prisioneros, pero los parlamentarios chilenos  -O'Higgins y Mackenna- pidieron a Gaínza que los hermanos Carrera, José Miguel y Luis, que habían sido apresados por los realistas en Penco, y a quienes favorecía esta cláusula, fueran conducidos a Valparaíso, a disposición del Director Supremo, Lastra. Gaínza dio la orden, pero el comandante de la plaza de Chillán, coronel Luis Urrejola, encargado de cumplirla, la desobedeció y bajo su responsabilidad puso en libertad a los hermanos Carrera. Sabía que llevarían el desconcierto a las filas patriotas, dividiéndolas.
A la sazón, además, mientras José Miguel y Luis Carrera permanecían aún capturados, De la Lastra había desterrado a Juan José a Mendoza y San Luis, hacia mediados de año, viaje en donde conoció al General José de San Martín. El desagrado y la desconfianza parecen haber sido mutuos, sin embargo, dando pie al primer capítulo de una historia de rivalidad con el general argentino, que sólo resolvería el asesinato de los tres hermanos.
José Miguel y Luis lograron huir de su cautiverio gracias a los realistas que querían provocar la división de los patriotas, como vimos. El apellido de los hermanos venía sonando con entusiasmo en Santiago, como reacción popular de rechazo al repudiado Tratado de Lircay, además. El día 14 de mayo, ambos se reunieron con O'Higgins en el campamento que había levantado en Talca, y éste los recibió cínicamente allí, fingiendo gran hospitalidad y alegría por su arribo, pero manteniéndolos alejados de la tropa temeroso de que pudiesen iniciar una insurrección.
Ya de camino a Santiago, no bien se enteran de mayores detalles del mismo acuerdo de  Lircay y del reconocimiento a la autoridad española, siendo asistidos por el presbítero Julián Uribe, los hermanos realizaron un golpe en la capital el día 23 de julio, deponiendo a De la Lastra y estableciendo una Junta presidida por el propio José Miguel. Juan José, por su parte, había regresado a Chile, tomándose sus 15 minutos de revancha al formar parte del nuevo mando revolucionario. Sería el tercer y último golpe de gobierno dado por José Miguel Carrera.
Una de las primeras medidas fue expulsar de Chile a Mackenna, enviándolo desterrado hasta Mendoza por considerarlo instigador del reciente conflicto y gestor intelectual de la tropelía diplomática de Lircay. Otros de los contrarios a Carrera, sin embargo, marcharon con el orgullo herido hacia el Sur y organizaron un cabildo con el comandante O'Higgins, pidiéndole tomar el control de la capital y sacar a Carrera.
Así las cosas, los dos bandos patriotas partieron a enfrentarse entre sí, encontrándose en el Combate de Tres Acequias el 26 de agosto, cerca del río Maipo al Sur-poniente de San Bernardo. De esta forma resume el episodio Manuel Reyno Gutiérrez ("José Miguel Carrera. Su vida, sus vicisitudes, su época"):
El ancho valle del Maipo iba a ser el escenario de la tragedia que se comenzaba a representar en Chile. Tras el canal de Ochagavía la fuerzas de Carrera esperaban a las contrarias, que avanzaban con sus guerrillas desplegadas, haciendo vivo fuego. El punto elegido fue Las Tres Acequias y en él don Luis colocó a su infantería, sostenida por la caballería de Benavente. La acción iniciada en la mañana terminaba a la caída de la noche con el triunfo de Carrera, merced a un hábil envolvimiento realizado por sus jinetes. O'Higgins, derrotado, dejaba en el campo "más de cuarenta muertos y cien prisioneros" y sus fuerzas huían en dispersión, tratando de ganar la orilla izquierda del Maipo.
De esta manera, el impetuoso O'Higgins había sido derrotado por los talentos militares y estratégicos del joven Luis Carrera, que a la sazón rondaba los jóvenes 23 años de edad. El general se vio en necesidad de buscar refugio en las casas de doña Concepción Jara, mascando el resabio amargo de la situación.
El Virrey Abascal, sin embargo, que también era contrario a los términos logrados en la falsa paz de Lircay, sacó a Gaínza del mando y envió un nuevo ejército comandado por el severísimo General Mariano Osorio, zarpando desde el Callao el 19 de julio para llegar, dos semanas después, hasta Talcahuano, reuniéndose desde allí con el resto de los realistas del ejército anterior. Sin perder tiempo, se preparó para avanzar a Santiago y asestarle un golpe definitivo a la Patria Vieja, justo cuando se concretaba la organización del ejército patriota.
O'Higgins, ilusamente, intentaba preparar otro ataque contra los carrerinos, cuando al día siguiente de su derrota en Tres Acequias llegó hasta él, en calidad de estafeta, el capitán chilote Antonio Pasquel. Traía consigo una carta de Osorio, exigiéndole someterse al mando español y dándole un plazo de diez días para ello, por lo que decidió bajar la guardia buscando pactar la paz con los Carrera. Pasquel, en tanto, continuó su camino a Santiago, pero allí fue detenido por el Presbítero Uribe y enviado después a Mendoza. En respuesta a la carta de Osorio, hizo llegar a éste la trompeta del mensajero y una carta de don José Miguel, negándose a acatar las exigencias.
Tras varios tira y afloja en la necesidad de acordar una defensa común ante el enemigo, Carrera y O'Higgins por fin se reunieron en Calera de Tango, tenso encuentro logrado por una gestión del dominico Fray Ramón Arce. Carrera pudo haber tomado preso y hasta ejecutado en la ocasión a O'Higgins, por los cargos de alta traición e incumplimientos de deberes que pesaban sobre él tras Lircay y este levantamiento. Sin embargo, convencido de que el seno patriota no resistiría semejantes divisiones, lo mantuvo como subalterno en el Ejército, viéndose O'Higgins obligado a reconocer la autoridad de Carrera.
Lograda la paz entre los dos bandos patriotas, entonces, se reorganizó y se aumentó el contingente del ejército que haría frente a Osorio, dividiéndose las tropas en tres partes bajo las jefaturas respectivas de O'Higgins, Juan José Carrera y Luis Carrera.
Triángulo de la Logia Lautaro de Buenos Aires, con los rostros del "taller" de San Martín, Alvear y Zapiola. Dibujado por Osorio para publicación de la Logia Gran Oriente Federal Argentino.
La Batalla de Rancagua, en lámina publicada en la obra "El ostracismo del General D. Bernardo O'Higgins", de Vicuña Mackenna.
La estrategia concebida por José Miguel Carrera era detener a los realistas en la Angostura de Paine, al  Sur de Santiago, atrayéndolos desde Rancagua y facilitando así el ataque y acorralamiento del enemigo. Si bien O'Higgins se mostró en desacuerdo con los hermanos, terminó acatando la decisión.
El día 24 de septiembre, don Bernardo le escribía a Juan José Carrera las siguientes líneas:
Sería muy doloroso que a división de VS. no viniese a ser partícipe de las glorias que espero, y mucho más si por estar distante y concebir temeraria defensa me viese en el doloroso caso de retirarme. Este paso sería muy degradante a los chilenos y refriaría (sic) demasiado el entusiasmo de nuestros bravos soldados... Por ello conviene que VS. acelere sus marchas cuanto pueda hasta ponerse una legua distante de esta villa, para protegernos en un caso imprevisto con sus valientes granaderos.
Resuelta ya la cuestión por el plan de don José Miguel, la primera y segunda divisiones, con Juan José y O'Higgins a la cabeza respectivamente, marcharon rumbo a Rancagua, y la tercera al mando de Luis Carrera debía mantenerse en las cercanías, para darle auxilio en combate o en una eventual retirada. El General José Miguel Carrera, en tanto, permanecería con la defensa en Santiago.
La segunda división, de Juan José, entró a Rancagua seguida por la primera de O'Higgins. Sin embargo, en el teatro de operaciones, éste insistió en retomar su idea de atrincherarse a las orillas del Cachapoal, allí en la ciudad de Rancagua, pues consideraba que la Angostura de Paine estaba peligrosamente cerca de Santiago, en caso de fracasar la contención. Así, desobedeciendo las órdenes expresas y las insistencias de don José Miguel, O'Higgins ordenó tomar la plaza rancagüina y rodearla de barricadas, para enfrentar allí al adversario.
Desde todo ángulo de diagnóstico, la decisión de O'Higgins era una acción por completo insensata, carente de una concepción estratégica y condenada al fracaso desde su origen, que además hizo perder a Juan José la posibilidad de dar un primer golpe a los realistas en el cruce del Cachapoal, en situación más vulnerable que rodeando la ciudad.
Los riesgos de atrincherarse en Rancagua, quedaron confirmados al dejarse caer ejército realista, en la mañana del 1° de octubre. Osorio no se amilanó ante los patriotas y recogió el guante desviando su marcha hacia la ciudad, sin continuar por ahora hacia Santiago, pues sabía que pasar de largo por ella lo exponía a un ataque por retaguardia de esos hombres. La grave situación obligó a José Miguel, además, a avanzar con los suyos hasta Mostazal.
A todo esto, comprendiendo el predicamento en que había puesto al ejército patriota tras comenzar el enfrentamiento, O'Higgins pidió a Juan José y su división abandonar la posición que tenían y asistirlos en la suya, pero el caos estaba desatado y sólo pudieron hacer algunos ataques por el flanco Sur y Este, antes de quedar acorralados también adentro de la misma plaza, mientras Osorio lograba rodear la ciudad por sus cuatro vientos. Allí, a pesar de tener mayor rango, el Brigadier Juan José Carrera debió ceder el mando a la Comandancia en Jefe de la primera división; es decir, a Bernardo O'Higgins, a quien le reconocía su experiencia y sus anteriores funciones como General en Jefe.
Tras todo un día y una noche de infierno, la resistencia patriota ya se iba haciendo insostenible. José Miguel Carrera envió mensajes insistiendo en retroceder hasta la Angostura de Paine, pero la tozudez de O'Higgins llegó a tal grado que, aun en esta circunstancia desastrosa, seguía pidiéndole enviar apoyo para salir de ésta, lo que habría sido un sacrificio suicida de la tropa.
Osorio, en tanto, ni siquiera con las órdenes que había recibido por los emisarios del Virrey pidiéndole allanarse un acuerdo y no perder más hombres ante la necesidad de tener refuerzos en Perú y Alto Perú, pudo ser convencido de renunciar a la ventajosa situación en que se encontraba frente a los patriotas atrincherados en Rancagua.
Al aclarar la mañana del 2 de octubre de 1814, se aproximó la tercera división del ejército patriota comandada por Luis Carrera, pero esta vez con José Miguel a la cabeza. La aparición en el horizonte llenó de esperanzas a los acorralados, pero la necesidad de seguir dejando defensas para el camino a Santiago, hizo que sólo una parte de la fuerza marchara en esa avanzada, con la intención de proteger a los patriotas cuando rompieran el cerco. A pesar de las dificultades y la lentitud de los desplazamientos, Luis Carrera llevó al frente dos cañones para apoyar la resistencia desde su sitio, pero O'Higgins, obsesionado con seguir en combate, no rompió el cerco y continuó atrincherado, convencido de la peregrina idea de que estos pocos refuerzos bastarían para equilibrar el desigual combate.
Una pausa en la batalla y el sonido de las campanas de la iglesia, donde estaban los vigías, hicieron creer a José Miguel Carrera y a los demás patriotas que la batalla había cesado y que los atrincherados habían tenido que rendirse, estimando ya todo perdido y ordenando a los refuerzos su retirada, hacia las 13 horas, siendo perseguidos por los realistas.
Sin municiones ni fuerzas físicas para seguir, a las 16 horas por fin O'Higgins comprendió que no podría seguir en esta absurda defensa de la plaza y que debía romper el cerco realista con una formidable carga por el lado Norte de la misma, logrando así el escape, seguido por Juan José Carrera y otros oficiales. Muchos de los hombres que quedaron atrapados en la plaza, en tanto, pagaron con sus vidas su patriotismo y lealtad al mando. La venganza de los Talaveras y el resto de los realistas en contra de los patriotas presos y de muchos civiles de la ciudad, fue brutal y criminal.
Los sobrevivientes se dispersaron, reuniéndose durante la noche para marchar hacia Santiago. Para evitar deserciones y más caos, Luis Carrera los fue a escoltar en el camino. La idea era rearmar una defensa, pero a esas alturas todo estaba perdido, ordenándose la retirada a las 19 horas. Al llegar a Santiago en la mañana del día 3, José Miguel propuso replegarse a Coquimbo, sacando todo lo de valor que hubiese en la capital, pues ya no había defensa posible para ella. No invitó a O'Higgins la Consejo de Guerra que organizó decidiendo qué hacer, tras su llegada a Santiago, casi en total caos en aquellos momentos.
La ruptura entre O'Higgins y los Carrera, esta vez fue definitiva, culpándose mutualmente desde allí en adelante por lo sucedido en Rancagua. O'Higgins, sintiendo esta mácula perpetua en su prestigio militar, alegaba que con un apoyo decidido de José Miguel a su plan, habría logrado derrotar a los realistas y hacerlo retroceder a Concepción. Carrera, por su parte, insistía en que la desobediencia, al atrincherarse caprichosamente en Rancagua, fue el germen del desastre y que todo quedó sentenciado con tan impulsiva decisión.
Retrato de O'Higgins por Narciso Desmadryl, 1854.
Manuel Rodríguez, guerrillero y aliado de los Carrera.
Sin más que hacer, los patriotas marcharon al territorio del Aconcagua con la bandera de la agonizante Patria Vieja, para cruzar Los Andes hacia el penoso exilio en Mendoza. O'Higgins partió con su madre y su hermana temprano el día 4 de octubre, acompañado por sus leales. José Miguel Carrera lo hizo ya hacia horas de la noche de ese mismo día, seguido por lo que quedaba de la tercera división.
Carrera permaneció en la retaguardia, para proteger la caravana, siendo alcanzado por los realistas entre el 10 y 11 de octubre, en la llamada Batalla de los Papeles, dándoles férrea defensa y logrando derrotarlos en las orillas del río Aconcagua. Fue la última batalla de la Patria Vieja, seguida sólo de enfrentamientos menores en la ruta. Sería el último en poder cruzar la cordillera, además.
Y comenta Reyno Gutiérrez, como final de esta travesía cordillerana para los hermanos:
Desde lo alto de la montaña, Carrera pudo mirar por la postrera vez el valle de Aconcagua. Hacia el fondo y envuelto en la bruma de la mañana quedaba el territorio de la patria. Era el ultimo en retirarse, sirviendo de protección a aquella masa de desventurados que iban a buscar en otro suelo la tranquilidad que los invasores les negaban. Iba sin más patrimonio que su espada. Junto con él marchaban al destierro su joven esposa, doña Javiera, doña Ana María Cotapos, sus hermanos Juan José y Luis. Salían de Chile para buscar la mano amiga de los hijos del Plata, confiados en su generosidad. El sol alumbraba sobre la cima los colores de la bandera azul, blanco y amarillo que descendía hacia el oriente, donde a eclipsarse para siempre...
O'Higgins pudo llegar a Mendoza, siendo muy bien recibido por el general y hermano de Logia, el General San Martín. Sin embargo, el trato dado a Carrera y a sus hermanos fue hostil desde el inicio, no saludándose ni dirigiéndose la palabra desde que se encontraron en paso de Uspallata, en la avanzada enviada para asistir a los patriotas chilenos que venían más rezagados.
Cuando José Miguel llegó a Mendoza, el 13 de octubre, se encontró con un clima total de indiferencia y hasta molestia por su presencia allí, en la misma ciudad donde iban a morir ejecutados él y sus hermanos, unos años después. Ninguna de sus insistencias en que se le reconocieran grados y cargos, prosperó.
El fondo del asunto, era que San Martín no tenían ningún interés en el entendimiento con los Carrera: durante todo el tiempo que llevaba exiliado allá Mackenna, éste lo había convencido de preferir un acercamiento con O'Higgins, misma sugerencia que le había hecho Irisarri. En palabras de don Benjamín Vicuña Mackenna ("El ostracismo de los Carreras"):
El Gobernador de Cuyo, don José de San Martín, se había dispuesto en verdad a recibir a los Carreras, no como a huéspedes sin valimiento, sino como a hostiles invasores; e iniciaba su plan con una queja acre y amarga contra ellos, porque en la mañana de aquel día (16 de octubre) habían rehusado someter sus equipajes a un desdoroso registro en el resguardo de la quebrada de Villavicencio. Pero estos muchos incidentes habían precedido a este ultraje y hécholo más odioso.
Las hostilidades hacia Carrera y su grupo fueron varias, cada vez peores. San Martín llegó a amenazar con su sable a Juan José Benavente por no descubrirse en su presencia; y el oficial Ureta fue obligado a bajar de su mula y cargar en sus espaldas la montura. Lo explica Reyno Gutiérrez:
La presencia de los Carrera en Mendoza creaba una difícil  situación al  gobernador, por la intolerancia en reconocer su autoridad. Don  José Miguel deseaba continuar actuando con independencia absoluta de los gobernantes del Plata y eso no era posible ni aceptable. El coronel argentino era la encarnación de otro poder cuya cabeza estaba en Buenos Aires: la Logia Lautarina. San Martín y Carlos María Alvear la habían  fundado en esta ciudad. Para los intereses de la Logia y de sus miembros, Carrera debía ser sacrificado... y lo fue.
No pasó mucho rato para que San Martín ordenara desterrar a los hermanos fuera de Mendoza, el día 19 de octubre, enviándolos hasta la ciudad de San Luis de la Punta, junto con los vocales de la Junta señores Uribe y Muñoz Urzúa, a Juan José y Diego Benavente, y otros, situación que no estuvo exenta de resistencias y escaramuzas cuando debieron ejecutarse. Hastiado con las agresiones, ese mismo día en que fue notificado, Luis Carrera respondió arrogante al gobernador en carta del 20 de octubre de 1814, que Vicuña Mackenna halló en el Archivo del Gobierno de Mendoza:
Las trabas de la subordinación militar que he jurado, me quitan la libertad de ejecutar órdenes que no fluyen por el jefe de las banderas en que estoy alistado y del gobierno superior que nos manda. Por eso se servirá US. disculpar la falta de efecto a las suyas para marcharme a San Luis. Ellas seguramente saldrían contra los autores del temor que las causa, en expresión de US., si bien considera la conducta de mi manejo, se dictasen conforme al mérito, a la justicia y a la razón de que creo no haberme separado, señor gobernador, y que estoy persuadido seguirá siempre US. en sus disposiciones.
Su hermano Juan José, en tanto, respondió al gobernador enviándole un acta de juramento de lealtad de parte de sus tropas, algo que sí encendió las alertas en San Martín, quien, intentado hacer parecer más conciliadoras sus medidas, dio pasaportes a Luis Carrera y Juan José Benavente, el 23 de octubre, para que fueran a Buenos Aires como emisarios de don José Miguel, al tiempo que se motivaban intrigas en la soldadesca. De todos modos, los hermanos y sus cercanos terminaron presos en un pequeño calabozo el día 30, mientras San Martín se dio el gusto de hasta ir a visitarlos cuando recién fueron metidos allí, fingiendo otra vez deseos de concilio.
Era la aversión de la Logia Lautarina completa hacia ellos, entonces, la que se expresaba a través del general mendocino. Sólo el hermano Carlos María Alvear seguiría leal a José Miguel, pero principalmente por las profundas diferencias que habían cundido con San Martín y porque la Logia en territorio argentino experimentaba una fuerte fractura.
Aquellas tensiones, sin embargo, le permitieron a don José Miguel conseguir la libertad y salir de aquel mal paso. Las protestas correspondientes las presentó a San Martín muy poco después, junto a Julián Uribe y Diego Benavente.
Escudo de la Patria Vieja, presentado por los Carrera en 1812.
Bandera de la Patria Vieja en su versión con el sello de la Orden de Santiago Apóstol y escudo, incorporados a la composición.
Sólo el 3 de noviembre de 1814, los relegados pudieron partir desde Mendoza hacia San Luis en una comitiva, dejando al  llegar allá a Juan José y su esposa, por expresa orden de San Martín. El general lo tenía por el más despreciable de los tres hermanos y consideraba necesario apartarlo del resto. Irónicamente, San Luis era la misma aldea en la que Lastra ya había confinado a Juan José, un tiempo antes.
Desde San Luis, la comitiva siguió su camino con el resto hacia Buenos Aires. Pero los problemas de los Carrera estaban lejos de terminar allá en la capital platense: el General Mackenna, que se encontraba residiendo en la misma desde hacía poco, no pararía de hostigar y provocar a la familia, desatando la ira de Luis Carrera. El  contexto lo describe Reyno Gutiérrez:
Desde su llegada a Buenos Aires, don Luis pudo cerciorarse de las intrigas que Mackenna e Irisarri tejían contra ellos, por lo que se violentó. Hasta sus oídos llegaban diariamente chismes que algunos le llevaban para darle a conocer las expresiones de  Mackenna y la campaña de desprestigio en que estaba empeñado...
Por todas estas razones, el menor de los hermanos retó a Mackenna a duelo, recibiendo una desafiante respuesta positiva del emplazado, acordando resolver con sangre sus disputas el 21 de noviembre de 1814, con el almirante irlandés Guillermo Brown como su padrino, en las orillas del Río de la Plata. Lamentablemente para Mackenna, Luis Carrera resultó ser mejor y más veloz tirador, y así murió fulminado en el sector ribereño llamado en esos años La Residencia, donde está actualmente el Parque Lezama, durante la noche según anota Vicuña Mackenna.
Tras el trágico duelo, Luis fue apresado y condenado por homicidio alevoso, aunque nunca pudieron comprobarse los cargos, quedando libre por gestiones de don José Miguel ante una parte de la Logia, tras llegar de su propio penoso viaje en el exilio el día 24 de noviembre.
No lo pasaba mejor Juan José Carrera: San Martín continuó provocándolo y agobiándolo en su relego en San Luis, y el 29 de diciembre, envió un mensaje a través del propio asistente de Carrera, el señor Martínez, exigiéndole 20 pesos que acusaba "defraudados" por él en una posta, y le pedía devolver tres caballos que O'Higgins venía denunciando robados desde hacía unas semanas (en realidad, tomados por algunos desertores), advirtiéndole con violencia "que no fuese tan imprudente que quisiese también apropiarse de lo ajeno".
De conocida mecha corta, Juan José respondió al instante tal insolencia, diciéndole no poder comprender "que un jefe que debe ser el ejemplo de la moderación, provocase con tanta grosería a un particular de educación, y por lo mismo, sensible y delicado a un insulto".  No menos irritable y estresado, San Martín reaccionó ordenando el 3 de enero de 1815 que, dentro de 24 horas, Juan José "debe partir a la capital, custodiado con un cabo y cuatro soldados, a disposición del Exmo. Supremo Director". Cumplido el plazo, fue llevado a la fuerza hasta Buenos Aires, en donde vimos ya estaban sus hermanos.
A pesar del mal momento para todos, sin embargo, el proyecto de los Carrera tuvo una pequeña luz de esperanza cuando Alvear, quizás el único leal a  ellos de peso en la Logia, ocupó el cargo de Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, desde el 9 de enero de 1815, dando la ilusión de un ambiente favorable a los hermanos chilenos. Accedió a otorgar un apoyo decisivo, reconociendo su gobierno como el legítimo de Chile, y se comprometió a poner recursos para una expedición a Coquimbo que restaurara desde allí el mando independiente del país, bajo dirección carrerina.
Sin embargo, Alvear debió enfrentar desde el inicio al Cabildo de Buenos Aires, compuesto por un sector político de los lautarinos opuesto a su presencia en el gobierno y dirigido por Antonio José de Escalada, suegro de San Martín. Este Cabildo rechazó su propuesta de llevar a Chile un ejército para combatir a los realistas, lo que sumado a la mano dura que levantó el militar en contra movimientos opositores de caudillos en las provincias, terminó obligándolo a dimitir el 15 de abril y exiliarse en Brasil.
José Miguel Carrera intentó mantener la ilusión de su proyecto liberador y así, el 8 de mayo de 1815, redactaba su "Plan para la Reconquista de Chile", en donde declaraba:
No hay más recurso que introducir a todo trance el espíritu de oposición popular, tanto más asequible en el día, cuanto es indudable la total exasperación de Chile bajo el yugo del tirano.
Mas, pudo comprender que la caída de Alvear había alejado todas las posibilidades de éxito a una expedición suya y de sus hermanos de regreso a Chile, y que San Martín no cambiaria su favoritismo hacia O'Higgins, a pesar de las promesas de supuesta asistencia a una acción sobre Coquimbo, con Luis Carrera al mando.
En el par de meses que siguieron, entonces, José Miguel se formó la idea de ir a los Estados Unidos para obtener una flota naval acorde a las necesidades militares que demandaba la lucha independentista. Fueron meses oscuros para los hermanos, sin embargo, reducidos a las sombras de la capital argentina y marginados de toda clase de participación en el proyecto que San Martín y O'Higgins comenzaban a trazar para Chile, por entonces.
Juan José decidió regresar a San Luis para reunirse con su esposa, además, por lo que los hermanos quedaron dispersos cuando, tras ejecutar difíciles gestiones y procurando armarse de contactos, José Miguel partió embarcado hacia Norfolk, en enero de 1816.
Los tres hermanos hombres: José Miguel, Juan José y Luis Carrera, en ilustración publicada en "El ostracismo de los Carreras", de Vicuña Mackenna.
Juan José y Luis Carrera, conducidos hacia el patíbulo en Mendoza. Imagen publicada por revista "Corre Vuela" en 1908, en el 90° aniversario del asesinato.
José Miguel mantuvo una nutrida correspondencia con Luis en esos días de aventuras y desventuras en los Estados Unidos, reflejando sus temores y malestares por los sacrificios que implicaban estos esfuerzos y apuestas por recuperar la Independencia de Chile.
No fue así de intenso, sin embargo, su intercambio con Juan José, con quien tenía la dificultad de acercamiento sincero provocada por las viejas rencillas. De todos modos, le escribió en algún momento:
Juan José, ten honor y te harás feliz. Te prometo que en este caso serás uno de los objetos de mi aprecio y procuraré tu suerte como la mía. De lo contrario, aborrece el volverme a ver.
Pero, tras una exitosa labor durante su aventura en Norteamérica, José Miguel Carrera regresa a Buenos Aires desconociendo que la Logia Lautaro ya había decidido sacarlo del camino con los más arteros mecanismos. Cuando llegó a bordo de la "Clifton" con la flota conseguida por intermediación del Presidente James Madison, en de febrero de 1817, y después de reunirse con los suyos en la casa de doña Javiera, el Director Supremo de las Provincias Unidas de La Plata, Juan Martín de Pueyrredón, hizo apresarlo y se apropió de la flotilla para evitar que interfiriera en el camino trazado desde El Plata para la Independencia de Chile.
El triunfo de O'Higgins en la Batalla de Chacabuco, iba a tener lugar a los pocos días... Pero aún así, lo que podía estar mal para los Carrera, podía empeorar.
Sucedió que, el 8 de febrero de 1817, en la hacienda San Francisco de El Monte, habían llegado tres viajeros desde Buenos Aires con destino en la Hacienda San Miguel, llamados Manuel Martínez, José Conde y Manuel Jordan, quienes partieron por los caminos al otro día, acompañados por peones armados con hachas. Sin embargo, su presencia despertó sospechas y fueron apresados por un destacamento del nuevo gobierno patriota, al llegar a Santiago.
Rápidamente, la investigación fue revelando los vínculos carrerinos de los apresados: Martínez había sido el ayudante de José Miguel en Rancagua, Conde había sido su asistente en las campañas en España; y Jordan, muchacho de sólo 17 años, era primo de doña Mercedes Fontecilla, esposa de Carrera.
Seguidamente, como si las autoridades fueran víctimas de un ataque de pánico, fue llevada a diferentes presidios buena parte de la población carrerina en la capital: Manuel Rodríguez, Manuel José Gandarillas, Tomás Urra (colaborador de Carrera, llegado hace poco desde Buenos Aires), Manuel Lastra (hijo de doña Javiera), Juan Antonio Díaz Muñoz, Pedro Aldunate y el padre de los hermanos, don Ignacio de la Carrera, además de los oficiales Guillermo Kennedy, Tomás Eldredge y Exequiel Jewett. Sólo por nombrar algunos.
Estando aún en su prisión flotante en Río de la Plata, en tanto, José Miguel Carrera había sido visitado en Buenos Aires por San Martín el 12 de abril, en lo que el propio prócer chileno definió como "una escena teatral". El cuyano venía a cobrarle una palabra que Carrera le había dado hacía poco: que si recuperaba la libertad, desistiría de insistir en su proyecto de volver a Chile y marcharía Boston.
No llegaron a acuerdo, sin embargo, pues la situación cambiaba radicalmente en esos momentos. Parece ser que se le ofreció a José Miguel un cargo diplomático en los Estados Unidos en esos mismos días, aunque terminó buscando refugio en Montevideo. También se le prometió mantener los cargos militares de Juan José y Luis en Chile.
Por entonces, pues, sería liberado Luis, quien se escondió entre la población; y Juan José, a causa de su estado de salud, quedando prácticamente solo pues su esposa había retornado a Chile. Y ya logrando recuperar también su libertad, vino el complejo período de publicaciones clandestinas de don José Miguel, refugiado en la capital uruguaya. El camino de conspiraciones, guerrillas y complots que le costarían carísimo a todos ellos, como veremos.
El escándalo que desde Santiago había alcanzado ahora a los hermanos, caratulado como la Conspiración de 1817, sirvió a San Martín para establecer vigilancia y redes de espionaje dentro del Ejército en Chile y en Buenos Aires, donde residía aún la mayor de los Carrera, doña Javiera, cuya casa se había vuelto un lugar de reuniones para los que esperaban poder complotar contra el secuestro sectario del proceso de Independencia en Chile. Entre otros: Fray Camilo Henríquez (editor original de "La Aurora de Chile"), Carlos Rodríguez, el canónigo Tollo, Lastra, Urriola, etc. Y, por supuesto, sus hermanos José Miguel y Luis, ahora tras las rejas, otra vez. Todos ellos compartían el afán ardoroso de poder crear las condiciones para regresar a su patria y derrocar a los lautarinos, eso los condujo a tomar para sí el insensato plan de doña Javiera, surgido únicamente de la desesperación.
Contando con promesas de recursos y la decisión de la propia Javiera de vender propiedades en Santiago, los Carrera planeaban dar así este golpe fraguado por ella, siguiendo consejos poco sesudos y más bien fantasiosos: cruzar la cordillera y provocar una gran revuelta en Santiago, todo a partir de un puñado de agentes.
A mayor abundamiento, en este delirante plan, Luis debía llegar por el camino de Córdoba para apresar a O'Higgins, y Juan José a San Martín, obligándolos a firmar en Alhué la dimisión y entregar del gobierno, desterrando al primero y sometiendo a Consejo de Guerra al segundo. Consejo que, dicho sea de paso, Juan José insistía en presidir, de seguro motivado por su afán de venganza más que de justicia.
El plan estimaba la creación de un ejército de 10.000 hombres una vez estabilizado el mando y su marcha hacia Perú, devolviendo a los elementos argentinos hasta Mendoza. Los chilenos que desertaran serían castigados con la pena capital. Se asignaría a Manuel Rodríguez el cargo de Dictador; Brayer quedaría encargado de la organización del Ejército y José Miguel Carrera partiría a saldar deudas en los Estados Unidos y proveerse de una nueva flota... Toda esta aventura iniciada por sólo 12 conjurados iniciales.
Grabado con el calvario de los Carrera en Mendoza, publicado en el libro de Vicuña Mackenna "El ostracismo de los Carreras".
Otra ilustración del artista gráfico Luis Fernando Rojas, con la escena del abrazo de los hermanos carrera en la cárcel de Mendoza, poco antes de ser ejecutados.
Pero la barrida por los sucesos de Santiago, llegó rápidamente a territorio platense: Luis Carrera fue apresado de camino a San Juan por la Rioja, donde había cometido la imprudencia de quitar los envíos postales a un mensajero de la posta local, siendo llevado a una cárcel de Mendoza. Juan José Carrera, por su parte, fue atrapado en la misma localidad de sus eternos calvarios, San Luis, el 20 de agosto.
También fue hecho prisionero en estas operaciones, un sujeto de apellido Cárdenas, colaborador de Luis Carrera, a quien éste había dejado en San Juan separándose en el camino. Cárdenas delató a los hermanos y reveló los alocados planes, por lo que fueron acusados de intentar incitar una revuelta en Chile. Por más que San Martín y sus colaboradores quisieron interrogarlos, sin embargo, no dijeron palabra.
Cuando se enteró O'Higgins de los detalles del complot, que revestía en realidad poco y nada peligro de sedición real contra el gobierno dictatorial, escribió a San Martín el día 27 de agosto de 1817, haciéndole ver que la osadía carrerina requería de un castigo ejemplar:
Los imponderables males que hemos sufrido todos, han tenido su origen en la ambiciosas miras de estos jóvenes audaces. Su existencia es incompatible con la seguridad, buen éxito y tranquilidad del Estado, y ya no es posible tolerarlos por más tiempo. Es de rigorosa justicia un ejemplar castigo en ellos y en todos los demás que hayan cooperado con sus detestables designios.
San Martín compartía esa misma sed de castigo y veía con buenos ojos dar un garrotazo como lección a toda la sociedad chilena, ya bastante preocupada por las medidas represivas y la cantidad de presos sólo por la sospecha de ser carrerinos. Sin embargo, no había testimonios sólidos ni pruebas para inculparlos, por lo que comenzó a redactar sendas declaraciones de su propia imaginación, instando a los detenidos en Santiago a firmarlas como si fueran suyas "por el bien de la patria". Presionados por sus carceleros y bajo amenazas, firmaron aquel disparate Martínez y los asustados adolescentes Jordan y Lastra. Conde se negó terminantemente, en esa y en todas las ocasiones posteriores.
Se inició así un raudo pero abultado sumario en Santiago y Buenos Aires, que constituye casi un monumento al abuso de la autoridad y de los tribunales sometidos a la política. Se puso especial atención en Rodríguez, el mismo al que habían llegado a ofrecerle antes la representación en los Estados Unidos con sueldo de 3.000 pesos para que abandonara su participación en Chile, pero los rehusó. Ahora, se enteraba de los cargos que se formularon como parte del complot.
Sin embargo, entre el 15 y 20 de octubre, San Martín había dado un giro y comenzaron a ser liberados todos los acusados, ordenando sobreseer la causa en Santiago. La razón de esto era sencilla: a los lautarinos sólo les interesaba cargar la mano contra Juan José y Luis Carrera, que seguían detenidos y mudos al otro lado de la cordillera.
El proceso fue largo y tedioso, con extensas redacciones que intentaban aterrizar los hechos pero que acababan siendo ambiguas y contradictorias. En Mendoza, Luis refutó gran parte de los confesado por Cárdenas, además, lo que agregó más elementos de incertidumbre al asunto. Este último había sido trasladado ya a Santiago en septiembre.
En San Luis, en cambio, Juan José declaró que, en su calidad de Brigadier General, no podía ser juzgado por el Teniente Gobernador, don Vicente Dupuy, por lo que se negó a colaborar. Éste, enfurecido por la temeridad del prisionero y saltándose las obligaciones de observar mínimos derechos, castigó en venganza a su amigo y colaborador el impresor Cosme Álvarez, con 100 azotes. Al poco tiempo, Juan José fue trasladado a Mendoza, en el mismo presidio de Luis, ubicado en un ángulo del costado oriental de la plaza mayor y más antigua de la ciudad, sector del edificio del Cabildo, correspondiente a la actual Plaza Pedro del Castillo.
Ambos quedaron en estrechos calabozos separados, esperando el desarrollo del proceso que se iba volviendo cada vez más abusivo y viciado, al punto de establecerse un desarrollo informal del mismo en momentos en que lo tenía por detenido, en la práctica, por momentos sin derecho a contestación por parte de los acusados. Así se refiere al caso Vicuña Mackenna:
La prisión de los Carreras durante la segunda mitad del año 17 no tenía el carácter de un proceso, fue más bien una tortura: la tramitación estaba suspendida, pero el castigo sordo y terrible era incesante. San Martín, que era su supremo y único juez, estaba indeciso. Quería ser inexorable para con ellos, pero en la hora debida. Ahora, sea que los mirase ya como criminales convictos, ya como émulos peligroso, ya como víctimas necesarias de una transición política, su fallo definitivo estaba en suspenso. Entretanto, él sólo miraba a ambos rehenes de una gran jugada que iba a emprender en el tablero de sus colosales combinaciones. Si debían perecer o salvarse entonces, le importaba poco; lo que ahora deseaba simplemente, era tenerlos seguros, al alcance de su mano.
Recién el 26 de diciembre, ya con cuatro meses seguidos de presidio en el cuerpo, se les notificó avisando que podían designar un apoderado en Santiago para su defensa. Escogieron para esto,  hacia inicios del año siguiente, a Manuel Araos, pariente de ellos. Casi al mismo tiempo, San Martín ordenó a los carceleros reforzar la vigilancia y el encadenamiento, el 20 de enero, "pues me repiten los avisos de que se trata con empeño de promover su fuga".
Todos los esfuerzos del jurista Araos resultaron inútiles, pues los reclamos no eran considerados. Llegó a invocar en ellos el día de la Jura de la Bandera, el 12 de febrero de 1818, sin lograr resultados ni siquiera suplicando a O'Higgins algún gesto. Los otros tres "jueces", San Marín, Pueyrredón y el Intendente de Cuyo don Toribio Luzuriaga, se mostraron igualmente inflexibles. La campaña iniciada por las imprentas de José Miguel Carrera y algunas aparentes expresiones solidarias de autoridades norteamericanas, tampoco funcionaron.
Fusilamiento de los hermanos Carrera según semanario "El Peneca", en 1909.
Homenaje mortuorio a los Hermanos Carrera, atribuido a Rafaela de la Lastra, hacia 1828. Correspondiente a cabellos humanos pegados sobre vidrio, se encuentra en el Museo Histórico Nacional y llega la siguiente inscripción en dorados: "Dedicado por Rafaela Lastra a su mamita Doña Javiera Carrera".
Compadecidos con el terrible y tortuoso cautiverio de ambos Carrera, unos artesanos liderados por el cabo de destacamentos carcelarios Manuel Solís, intentaron un complot para permitirles fugarse en 25 de febrero. Lo secundaron en el plan José Antonio Jiménez, José Mesa, Benito Velasco, Carlos Tello y Eugenio Figueroa.
Sin embargo, en la noche Solís había incorporado a su camarada de armas Pedro Antonio Olmos, para que colaborara con los planes. Esto resultó ser un craso error: el conscripto dio aviso a la autoridad y, en media hora, llegaba un contingente armado liderado por el gobernador Luzuriaga, justo cuando los conjurados intentaban abrir los grilletes y cadenas de los presos con limas.
Cuando San Martín fue puesto al corriente del intento de fuga, por notificación de Luzuriaga, el general cuyano estaba en campaña, por lo que tenía la facultad de poder eximirse de las demandas militares que no fuesen estrictamente aquellas. Se limitó a exigirle que el nuevo proceso por el complot fuese rápido y terminante, quedando así todo el poder en manos de Luzuriaga.
Todopoderoso frente al caso, entonces, Luzuriaga dio inicio al nuevo sumario, pero se vio en dificultades de sacarlo rápido cuando Luis Carrera decidió abreviar los trámites y complicar, con su nueva disposición, la conclusión veloz del proceso.
Informa de las declaraciones de los hermanos la investigadora argentina Beatriz Bragoni ("José Miguel Carrera. Un revolucionario chileno en el Río de la Plata"):
Juan José Carrera, el primero en declarar, refutó los términos de la acusación sobre la base de la debilidad de las 'pruebas' acumuladas por el juez comisionado, dado que no podían justificar el plan de fuga y menos aún podían probar que perseguían atentar contra el orden público...
Sin embargo, al ser interrogado Luis, el 6 de marzo, declaró que confesaría todo sólo si se dejaban libres de cargos a su hermano y los demás involucrados, asumiendo él todas las consecuencias. En palabras de Bragoni:
La confesión de Luis Carrera arrojó precisiones sobre el plan político perseguido poniendo en escena aristas relevantes a las disidencias programáticas en torno a la conducción política y militar de las recientes comunidades políticas independientes. Debe notarse que el nudo gordiano de su ardorosa confesión no remitía tan sólo a un conflicto encorsetado en las tensiones facciosas dirimidas entre 0'higginianos y carrerinos. Carrera cuestionaba ante todo la permanencia de San Martín en Chile después de la reconquista, y las derivaciones ocasionadas a partir  de deserciones que larvaban las filas del Ejército unido visible sobre todo en la campaña circundante a la ciudad de Santiago. De allí el móvil central de la fuga residía más que en su propia libertad en la de su país en cuanto lo creía oprimido por un "partido" sostenido por "las armas de Buenos Aires" que era "detestado por la mayor y más sana parte de los Patriotas. Partido que ha cometido los excesos más criminales contra aquel estado, como son las las Capitulaciones de Mayo de Ochocientos catorce, reposición de la Bandera y Escarapela Española destruyendo la Tricolor del País, y el paso último que dio, el que es ahora Director Supremo en aquel estado de abandonar la posición de Maule".
El día 11 se nombró como defensor a Manuel Vásquez de Novoa y el 16 recibió éste los autos, devolviéndolos al fiscal el día 29. Se iniciaba así la controvertida y confusa parte final del proceso judicial.
Coincidentemente, sobrevino en Chile el gravísimo error estratégico de San Martín que detonó en el Desastre de Cancha Rayada, el 19 de marzo, que casi significó la ruina del proyecto independentista, de no mediar la inteligencia y talento del General Juan Gregorio de Las Heras para salvar a las tropas. En aquella ocasión, el siniestro e intrigante Bernardo de Monteagudo, auditor del Ejército Unido, asesor directo de San Martín y alto consejero en el círculo lautarino, partió escapando a galope casi sin control, pasando por Santiago y, desde ahí, de regreso hacia Mendoza, creyendo que todo se había perdido en la derrota de Cancha Rayada.
No bien llegó a Mendoza casi al mismo tiempo del comunicado sobre el desastre sucedido hacía pocos días, Monteagudo tomó el control del caso con los abogados Vargas y Galigniana. Era un plato sabroso e irresistible para él, ver servido ante sí el destino de dos enemigos del clan Carrera.
Mientras tanto, en Chile se preparaba todo para el enfrentamiento que que debía decidir la guerra y que resultaría ser la Batalla de Maipú, el 5 de abril de 1818. Sólo un día antes, según cuenta cierta creencia, San Martín había enviado a toda prisa un emisario a Mendoza, con órdenes secretas para Luzuriaga, ordenándole ejecutar a los prisioneros.
Si hubiese existido una forma expedita de confirmar la victoria de Maipú a los mendocinos en aquel momento, en que recién llegaban las primeras noticias del triunfo, quizás -sólo quizás- la vida de los Carrera podría haberse salvado. El caso es que pesaba la derrota de San Martín y O'Higgins en Cancha Rayada, y las noticias que se conocían a principios de abril hicieron suponer que era hora de poner orden con todos los rigores posibles. Esto explica Campos Harriet al respecto:
O'Higgins y San Martín ante aquella derrota tuvieron miedo, una vez más, de la audacia de los Carrera, que quisieran aprovecharse de aquella desgracia para realizar una intentona revolucionaria. Luzuriaga veía tambalearse su puesto en caso de una insubordinación. Todas las precauciones le parecieron pocas al Intendente de Mendoza para asegurar a los Carrera. Había colocado a los dos juntos en el calabozo más bien resguardado de la cárcel; les había redoblado las prisiones; había tomado sus medidas para que no se comunicasen ni aun con los centinelas, pero nada le calmaba y siempre estaba lleno de sobresaltos.
Así las cosas, Luzuriaga estuvo de acuerdo con aplicar los máximos rigores, pues seguía creyendo que lo sucedido en los campos de batalla podía provocar una migración masiva de patriotas similar a la del Desastre de Rancagua, y no podía exponerse otra vez  a las divisiones que hubo entonces. Pidió instrucciones para proceder al Director Supremo de Buenos Aires, el 31 de marzo, pero impaciente y desesperado por la demora comprensible en recibir la respuesta, decidió atropellar las disposiciones de la ley procesal y completar el juicio lo antes posible, de manera totalmente ilegal y arbitraria.
A la sazón, los tres abogados en Mendoza, incluido el recién llegado Monteagudo, habían puesto en marcha ya la etapa más escandalosa y siniestra de este grotesco proceso, justificando en forma express con un cúmulo de superchería judicial y apelaciones antojadizas a leyes, citas y pergaminos, la decisión ya tomada de ejecutar a los hermanos Carrera. En su dictamen, que sería la caricatura de una sentencia real de no estar involucrado el elemento trágico, se leía como conclusión basada en la Ley 2, título 2°, Parte VII:
Cualquier hombre que hiciese alguna cosa de la manera de traición que dijimos en las antes de ésta, o diere ayuda, o consejo que los hagan, debe morir por ella.
Con el  camino llano, Luzuriaga reunió al cabildo el día 6 de abril, cuando llegaron los primeros escapados de Cancha Rayada siguiendo las huellas de herraduras al cobardísimo Monteagudo. En el encuentro, hizo que el procurador de la ciudad, Pedro Nolasco Videla, exigiera poner fin al proceso de los Carrera y ejecutar una sentencia. Al día siguiente, dos letrados reemplazaron por oficio la representación de los Supremos Gobiernos de Chile y Buenos Aires, eximiendo así el trámite de consulta, que era obligatorio en todo caso con sentencia de muerte.
Con aquella tenebrosa treta judicial, violando los preceptos básicos del derecho, y motivados por sólo una estrategia del Estado Mayor, fijaron el día de la ejecución para el 8 de abril de 1818.
El abogado Vargas se negó a suscribir un dictamen absolutorio de la consulta previa a la sentencia, pero esto fue considerado una ilegalidad por el auditor de guerra Pedro Ortiz, procediendo a amonestarlo. Monteagudo intervino ante el gobernador y zanjó la situación devolviéndola a su fatal curso. Como diría de él Vicuña Mackenna:
...siniestra figura, que a la manera de esas aves agoreras de la muerte, vemos aparecer en todos los sitios de América donde se exhala el olor de los cadáveres...
Aunque un indiscutible elemento emocional de San Martín estaba tras buena parte de la dureza de esta sentencia, hay autores que intentan eximir de las mismas responsabilidades a O'Higgins, refutando a otros como Miguel Luis Amunátegui. Tal es el caso  del propio Campos Harriet:
Mucho se ha escrito sobre el odio de O'Higgins por los Carrera. No compartimos esta opinión. Ciertamente O'Higgins no fue generoso con los caudillos. Pero no era odio personal el que lo guiaba: el imperioso deber de gobernar, de sostener su mandato, lo hacía ser inflexible con enemigos políticos peligrosos, cuyo afán de recuperar el poder y cuyas demostraciones certeras de haberlo escalado varias veces, en afortunados pronunciamientos de cuartel, conocía el Director más que suficientemente.
Antiguo altar de la Cripta de los Hermanos Carrera en la Catedral de Santiago, antes de ser retirado y destruido en los años ochenta.
La cripta de los Carrera de hoy, en la Catedral Metropolitana.
El último y lúgubre día de los hermanos, comenzó con las tensiones y el ambiente angustiante de aquella mañana. Situación dura para ellos y también para sus carceleros. A pesar de todo, los condenados mantenían una digna serenidad, cada uno en su calabozo, aún engrillados y encadenados como fieras salvajes.
La primera noticia del triunfo de Maipú llegó a Luzuriaga el mismo día 8, hacia las dos de la tarde, traídas por el oficial Escalada, hermano político de San Martín. La ejecución, sin embargo, no se detuvo: debía llevarse a cabo esa tarde, junto a la plaza. Aunque la ciudadanía era mayoritariamente hostil a los Carrera, se reforzaron las vigilancias por si hubiese otro intento de escape o de darles socorro desde el exterior.
Juan José fue sacado de su celda y llevado engrillado al patio solariego de la cárcel. Luis fue conducido hacia el mismo rincón del recinto, escoltado por otros soldados. Por fin, después de tanto tiempo en cautiverio y torturas, los maltrechos hermanos podían reencontrarse, dándose un fuerte e histórico abrazo.
La muerte, menos cruel que las cadenas -comenta Vicuña Mackenna-, los reunía un instante para elevar a la Providencia aquel voto de gratitud y de consuelo de una última felicidad que se escapaba de las manos del carcelero a las del verdugo.
Fue un abrazo emotivo, triste, trágico; tan diferente al que quienes los habían condenado a pasar por este martirio, se habían dado para el famoso retrato épico de Maipú, hacía sólo tres días. El abrazo más dramático y doloroso de la historia de la lucha por la Independencia de Chile, sin duda.
En esos tristes momentos, bajo la sombra de la túnica negra de la muerte, ambos hermanos tuvieron también la posibilidad de cruzar sus últimas palabras íntimas. Al parecer, se les proporcionaron unas banquetas para este diálogo final entre ambos. Según Vicuña Mackenna, aquella conversación hecha allí e iniciada por Luis, en la sala de espera de la muerte, se habló con resignación de lo que les esperaba y cómo esto era casi un alivio tras tantos meses de torturas y tratos inhumanos. Mucho de lo que publicó el autor, por cierto, le fue informado por el defensor Vásquez de Novoa, años después.
Continuaron hablando hasta que llegó el carcelero, llevándolos a los últimos trámites del procedimiento de ejecución. Hacia las 3 de la tarde se les había leído la sentencia, con angustiantes momentos caminando por los pasillos y luego vistiéndose con sus uniformes y rangos militares correspondientes. Aunque ambos debieron ser ayudados en a cambiar sus prendas, Luis parecía más animoso, pero el muy débil Juan José se veía molesto, irritado, muriendo así como vivió: bajo dominio de sus temperamentos.
Se les dio poco rato para esto, pero, por alguna razón despiadada e inmisericorde, Luzuriaga había dilatado los trámites de ejecución durante todo ese día y hacía confusos aquellos momentos finales. Las intrigas se repitieron durante todos estos momentos de depresión profunda, con esperas absurdas y confusiones por falta de información.
Comenzaba a acercarse la tarde cuando los bancos de ejecución quedaron listos para impedir a los Carrera alcanzar a ver el crepúsculo del último día de sus vidas. Fueron ubicados contra una muralla de adobe baja y ruinosa de la cárcel, en el costado oriental de la plaza mendocina, ya bien marcada y perforada por descargas de otras ejecuciones. Hacia las cinco de la tarde, los condenados iban a exhalar su último aliento en este preciso lugar.
Anunciada la hora, los prisioneros fueron llevados con lo que pudieron rescatar de sus uniformes ya puestos, hasta la plaza. Ambos engarzaron sus brazos, caminando juntos, los dos en actitud resignada. Juan José iba con su levita de campaña de color grisáceo, abotonada hasta el cuello y cerrada con corbatín militar. Luis, en cambio, iba con su uniforme marcial, luciendo menos fatigado que su hermano, tal vez por la juventud que aún le quedaba a sus menos de 27 años de vida.
Llegaron al murallón en donde estaban las bancas contra los postes. Luis se sentó en él sin dilatar su tormento, entregado a su destino. Pero Juan José, eternamente dominado por su colérica energía, exclamó algo así como: "No, no quiero morir. ¡Protesto delante de Dios mi inocencia, y acuso a los asesinos que me inmolan!", enrostrándole a sus verdugos pasajes y principios del derecho que habían sido violados con este acto vil, los que él conocía desde sus días de estudiante. Luis logró contenerlo, pidiendo permiso para acercarse y llamándolo a la calma, consiguiendo que se sentara en silencio, ya sin agresividad ni exabruptos.
Quedaron sentados separados, con los fusileros al frente. La cuenta fue rápida y el tronar de las balas sonó por toda la poco transitada plaza, provocando ecos en las calles adyacentes.
Según el testimonio que dio a Vicuña Mackenna don Ramón Subercaseaux, que estaba en Mendoza en esos días y vio estos hechos, la vida de Luis Carrera se desvaneció veloz, dejando un cuerpo con la cabeza inclinada hacia adelante, como buscando su pecho perforado por los tiros. Juan José Carrera, en cambio, dio un aterrador grito de dolor y furia antes de morir, demorando más en dejar este mundo y rugiendo al final de todo: "¡Jesús! ¡Qué trabajo!".
Los románticos guerreros y hermanos de la Independencia, dos de los pilares humanos de la Patria Vieja, habían muerto, en el quizás primer crimen de carácter político cometido con participación del Estado de Chile, desde consumada su Independencia.
Hay autores, sin embargo, asegurando que los Carrera pudieron haber sobrevivido a esta innecesaria y exagerada condena, si las confirmaciones del triunfo en Maipú hubiesen llegado un par de horas antes, ese mismo día. Es lo que sugiere Armando Silva Campos ("Episodios Nacionales"), asegurando que el comandante Manuel Escalada que había partido desde Maipú el día 5 en la tarde, con el parte oficial del triunfo, pudo llegar más tarde de lo que se dice a Mendoza, sólo en el amanecer del día 9 de abril:
Encalada dio, además, a Luzuriaga, el siguiente recado del General San Martín, en forma verbal: -Suspenda todo procedimiento contra los Carrera, hasta que reciba nuevas instrucciones.
Pero, ¡ya era tarde! pues el acto de crueldad se había consumado el día anterior, a las 6 P. M.
Decreto dictatorial exigiendo a don Ignacio de la Carrera, en 1819, el pago de las deudas por el proceso y ejecución de sus hijos Juan José y Luis Carrera.
Segunda parte del texto del decreto de 1819.
Pequeña placa conmemorativa enfrente de la vieja plaza de Mendoza, entre las ruinas del antiguo edificio del Cabildo, donde estaba la cárcel y el murallón.
Al día siguiente, Luzuriaga escribía a O'Higgins informándole de la ejecución y procurándole el necesario manto de legitimidad al asesinato judicializado:
Ayer a las 5 de la tarde fueron pasados por las armas en la forma ordinaria, don Juan José y don Luis Carrera, a consecuencia del fallo definitivo que pronuncié en la causa que les he seguido por conspiración y atentado contra el orden y las autoridades constituidas, habiendo perdido antes el dictamen de dos letrados, que tuvieron presente el mérito del Proceso y circunstancias extraordinarias de que instruirá a U.E. el adjunto manifiesto que acabo de publicar, para satisfacción mía y de los que se interesen, tanto en la tranquilidad pública, como en la imparcial administración de justicia. La influencia que puede tener este suceso sobre las circunstancias políticas de ese país, me mueve a comunicarlo a U.E. con la brevedad posible, y espero que el orden público de ambos Estados quedará asegurado por el temor que debe imponer a los turbulentos este ejemplar castigo.
Sin embargo, las malas nuevas llegaron a Santiago en momentos que ya comenzaban a complicar al mando supremo. Desde culminada la Batalla de Maipú, cuando se hizo disolver a los Húsares de la Muerte, Manuel Rodríguez había quebrado toda relación con el gobierno y vivía los días de su propio calvario. Al enterarse de la repugnante ejecución en Mendoza y enfurecido por la pasividad y sumisión de O'Higgins a la influencia platense, ingresó desafiante a caballo al Palacio de Gobierno, protestando y emplazando al Director Supremo, seguido de una enardecida muchedumbre.
O'Higgins y los demás lautarinos no estuvieron dispuestos a perdonarle la insolencia a Rodríguez. Incluso San Martín, que tantos esfuerzos hizo para atraerlo, viró en seco y se decidió así por darle el mismo destino que a sus amigos Juan José y Luis Carrera. Nuevamente, el terrible escorpión de la Logia, Monteagudo, parece haber sido el principal instigador de la decisión tomada, y así Rodríguez fue apresado y asesinado por la espalda en Tiltil, por un piquete de militares argentinos dirigidos por el Coronel Rudecindo Alvarado, el 26 de mayo de 1818. Con ello, el guerrillero de la Independencia se sumaba también a los asesinatos políticos cometidos por los propios cabecillas patriotas.
Testigo de la situación social desatada por la noticia del asesinato, María Graham, que había hecho amistad con algunos amigos y familiares del círculo de los Carrera a pesar de no compartir simpatías por ese bando, escribió en sus famoso diario:
Su muerte excitó la compasión para ellos y el temor para con el partido que tan pérfidamente abusaba del poder, temor que después se ha convertido en un profundo horror para alguno de sus individuos. Hay que confesar que tanta severidad fue inútil; y en los gobiernos la severidad inútil es siempre criminal.
La autoridad se les confiere para que puedan aumentar y resguardar la felicidad de la comunidad con la menor restricción posible de la libertad ó de la felicidad de los individuos. Pero mientras se desarrollaba la lucha por la independencia, los nuevos gobernadores sintiéronse tan embriagados por el poder, que con el nombre de libertad en los labios oprimían y asesinaban, y cuando satisfacían así sus bajas pasiones personales llamaban á eso sus deberes públicos.
No eran los Carreras buenos ni útiles ciudadanos; pero los dos que acababan de ser ajusticiados eran, por lo menos, inofensivos, y se les podía haber dejado respirar con sus familias, en otro clima donde no hubiesen podido tratar ni con los soldados ni con los gobernadores de Chile.
La noticia de la ejecución fue una puñalada en el alma para doña Javiera y don José Miguel Carrera, en tanto. Desde la clandestinidad en Río de la Plata, este último publicaría su folleto titulado "Un aviso a los pueblos de Chile", el 24 de junio de 1818, advirtiendo con estrépito a sus compatriotas:
¿No veis repartido el gobierno de las provincias entre la Aristocracia y estacionado el Ejército auxiliar en vuestro territorio? ¿No veis arrebatar vuestros caudales para enriquecer a vuestros opresores? ¿No veis arrancar a los chilenos de sus hogares, del seno de sus familias, de los brazos de sus tiernos hijos, para sostener con sangre el poder de los Tiranos en las riveras del Río de la Plata? ¿No veis a nuestros hermanos expatriados y repartidos en las haciendas de Mendoza para servir como viles colonos? ¿No veis en la inicua ejecución de los Carreras deshonrada la Nación en medio de sus triunfos? (Aterrados los asesinos por su propia conciencia, y queriendo dar algún colorido a tan horrible crimen, nombraron una comisión de abogados de las Provincias Unidas vendidos al poder y a la historia, para que suscribiesen en calidad de jueces la sentencia que suscribieron de San Martín y O'Higgins. Los Carreras fueron ejecutados en el término de dos horas, sin ser juzgados, ni respetada la inmunidad en un territorio extranjero. Tal ha sido siempre la conducta de los Tiranos en todos los tiempos y en tonos los países. El célebre demócrata, el autor del periódico de Buenos Aires 'Mártir o Libre', Bernardo de Monteagudo, fue el conductor de la orden y dio uno de los doctores infames de aquella comisión política para bajar a la posteridad con el carácter de verdaderos asesinos) ¿No veis en O'Higgins y San Martín el carácter bárbaro y feroz de los Morillos y los Morales, que inundaron de sangre americana las fértiles campiñas de Caracas y Bogotá?
Igual de mal lo pasaría el destruido padre de los hermanos, don Ignacio de la Carrera. A la muerte y a la distancia forzada de sus hijos, se sumaría un acto de innecesaria crueldad que hiere los mínimos escrúpulos: ante las insistencias de la gobernación de Mendoza de cargar a Chile las costas de todo el proceso que condujo a la ejecución de Juan José y Luis Carrera, se emitió un decreto con fecha del 29 de marzo de 1819, a pocos días del primer aniversario del crimen, ordenando el pago de la deuda a don Ignacio, visado nada menos que con la firma de O'Higgins.
El anciano padre español falleció ese mismo año, agobiado por el dolor y los sinsabores que agriaron la última etapa de su vida. Algunas propiedades le fueron enajenadas odiosamente a la familia, pudiendo ser recuperadas después de tediosos y desagradables procesos judiciales de los descendientes, tiempo  ás tarde.
En tanto, tras largo tiempo barajando la unificación administrativa de Argentina, Chile y Perú, y hasta considerando posibilidades de establecer una monarquía constitucional para estos tres países, tras los asesinatos de los Carrera y de Rodríguez había cundido la desconfianza popular, especialmente hacia los costos que iban a generar al país los preparativos de lo que sería después la expedición libertadora a tierra peruana. Buenos Aires había postergado el reconocimiento a la independencia chilena, por entonces, pero al cundir las tensiones, se allanó a hacerlo después de que el representante chileno Miguel Zañartu presentara credenciales en la capital argentina, el 4 de agosto de 1818. El Congreso platense la reconoció recién el 12 de diciembre de ese año, sin más excusas para retrasarla.
En esos momentos, don José Miguel seguía atacando con ferocidad la sociedad entre O'Higgins y San Martín, además de los planes de los lautarinos y los crímenes de próceres que acumulaba. Sin embargo, sabiendo cuánto valía su cabeza y que la misma espada que había caído sobre Juan José y Luis pendía ahora sobre él, el 25 de junio de 1819 redactó su testamento, en donde reserva algunas palabras aludiendo a los bienes que le correspondieron desde sus fallecidos hermanos:
Con respecto a que con la muerte de don Luis, mi hermano, debe recaer en mí la mejora que mi madre le hizo de una casa que está en Santiago de Chile, según todo consta de su disposición testamentaria, la declaro parte de mis bienes.
Por el fallecimiento de Juan José, mi hermano, deben venir a mí las capellanías de legos que gozaba, lo declaro para que conste.
A pesar de las precauciones y sospechas de un final próximo, don José Miguel desconocía aún que iba a seguir el mismo y exacto camino al patíbulo que sus hermanos, tras su larga y dura lucha por el federalismo en territorio argentino, siendo ejecutado en la misma plaza mendocina el 21 de septiembre de 1821, pasando a formar parte de la seguidilla de infelices crímenes de connotación política cometidos por patriotas contra otros patriotas.
Los cuerpos de los tres hermanos permanecieron sepultados en el Cementerio de la Caridad  de Mendoza, hasta que, en marzo de 1828, por iniciativa del diputado Manuel Magallanes, se aprobó un decreto para repatriar los restos de los héroes y se creó una comisión especial para exhumar las osamentas, ayudados por información que proporcionó el sepulturero. Así fueron recuperados los restos Juan José y Luis Carrera, mientras que los de don José Miguel exigieron un poco más de atención, por estar revueltos con los otros ejecutados. Se los trajo a Santiago y se realizó una ceremonia fúnebre en la Iglesia de la Compañía de Jesús, siendo sepultados en el Cementerio General y, después de algún peregrinar náufrago, en la cripta de la Catedral de Santiago, donde permanecen hasta ahora con su hermana Javiera.
Una modesta y poco visible placa conmemorativa fue instalada en el antiguo muro del cabildo mendocino, en la Plaza Pedro del Castillo, ubicada enfrente del Museo del Área Fundacional de Mendoza junto a la avenida Alberdi y la autopista, donde estuvo la cárcel y el murallón de ejecuciones. Recuerda a los dos hermanos asesinados en 1818 y al tercero que se les unió allí mismo, en 1821.

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