LA MASACRE DE LO CAÑAS: UNA SANGRIENTA TRAGEDIA CASI OLVIDADA
Ilustración de los fusilamientos de Lo Cañas, basado en el óleo de Enrique Lynch.
Coordenadas: 33°31'54.41"S 70°30'57.18"W (sector principal de la masacre)
Recuerdo
cuando me encontré con aquella enorme cruz blanca y castigada por la
vejez, allí en avenida Tobalaba frente a la desembocadura de la calle
Walker Martínez, en La Florida. Puse el vehículo en un lado seguro al
lado de la calzada y permanecí cautivado mirándola largo rato, hace
tantos años, pensando que parecía ser que siempre hubiese estado allí, y
que seguiría a perpetuidad en el mismo lugar. No fue cierto, por
supuesto: nada en Santiago puede durar realmente mucho.
La
Cruz de lo Cañas fue una de las cosas que me empujaron a la
investigación histórica urbana en aquellos años: volver a fotografiarla,
enterarme de su misterio, del homenaje que se le adjudica para recordar
una alevosa matanza ocurrida allí cerca. Todo esto fue una revelación,
que me hizo paladear el sabor de descubrir los misterios profundos de
cada ciudad donde ponga un paso, como sigo haciéndolo hasta ahora... En
su caso, fue un traslado hacia los días más oscuros de la Guerra Civil
de 1891 y de las tragedias que cíclicamente golpean nuestra historia,
como un loop maldito y enérgico.
Intento
apartar mis simpatías por el infortunado Presidente José Manuel
Balmaceda mientras escribo este texto, pero inevitablemente siento que
la reflexión de partida es una: rarísimas veces en la historia del mundo
-quizás ninguna otra- ha sucedido que dos poderes del Estado, el
Ejecutivo y el Legislativo, entren en un conflicto bélico con las
características que tuvo la Guerra Civil chilena. Casos muy posteriores
como la ruptura del Presidente Boris Yeltsin con el Congreso de la
Federación de Rusia y su cañoneo, en 1993, parecerían meras escaramuzas
comparados con lo que sucedió en Chile un siglo antes, donde en sólo
unos meses murieron más hombres que en todos los seis largos años de la
propia Guerra del Pacífico.
Quizás
las circunstancias tan trágicas y terribles que tuvo en sí misma toda
la Guerra Civil de 1891, o quizás los caprichos historiográficos que nos
recuerdan la naturaleza jamás objetiva de los autores, han quitado peso
a la tragedia que tuvo lugar ese año en Lo Cañas.
Imagen
de los uniformes del bando congresista (izquierda) y gobiernista
(derecha), publicada en el artículo "La Guerra Civil de 1891 y su
conducción política y estratégica", del General de Brigada Humberto
Julio Reyes ("Revista Marina" de julio 2007).
La
matanza, según un grabado popular en la Colección Amunátegui. Imagen
publicada en "Balmaceda en la poesía popular: 1886-1896" de Micaela
Navarrete.
Como
se recodará, tras el establecimiento del presupuesto de 1891, anunciado
a inicios de año por el Presidente José Manuel Balmaceda y pasando por
encima de las discusiones y dilaciones que hacía el Congreso Nacional
sobre este ítem, éste reaccionó declarando al Gobierno inconstitucional y
rompiendo con el Ejecutivo. Sobrevino así el cierre de ambas cámaras a
los pocos días y la reacción congresista con el llamado de los
parlamentarios al Capitán de Navío Jorge Montt para que, dirigiendo la
Armada y una fracción rebelde del Ejército, depusieran al Presidente
Balmaceda con el levantamiento iniciado el 7 de enero siguiente.
No
me corresponde profundizar aquí sobre las razones generales de la
guerra ni en las poderosas influencias extrañas a nuestro país, que
colaboraron en empeorar la situación. Sólo recordaré que una infame
historia comenzó a escribirse entonces en la vida nacional, desde aquel
momento, poniendo como nunca antes (y aún no sabemos si nunca después) a
un grupo de chilenos en contra de otro, con los odios más contenidos y
criminales buscando válvula de escape.
Hombres
que habían sido considerados héroes de una misma contienda durante la
Guerra del '79, ahora luchaban entre sí como enemigos a muerte. Gañanes,
criminales y delincuentes serán "enganchados" casi en masa para
engrosar filas y sin miramientos o escrúpulos, empeorando los ánimos y
la predisposición ajena a la ética. Si la Guerra del Pacífico había sido
tomada como un triunfo de la disciplina, la unidad y la estrategia, en
muchos aspectos la Guerra Civil llegará a ser una hecatombe de
brutalidad fratricida y de la búsqueda del triunfo por la mera cuenta de
muertos.
Los
choques comienzan con el Combate de Zapiga. Los congresistas avanzan a
Pisagua, pero serán detenidos en Huara por las fuerzas balmacedistas del
Ejército. Vuelven a la carga: logran apoderarse de Iquique y luego
vencen en Pozo Almonte, controlando desde allí a todo el Norte Grande.
Las atrocidades ya son visibles en este punto: el derrotado General
Eulogio Robles Pinochet, que lideraba a los leales a Balmaceda, es
asesinado sin misericordia tras haber sido herido y derrotado en
Tarapacá. Varios de sus hombres pasan por el mismo rigor criminal,
tronchándose sus vidas con crueldad.
A
continuación, en abril, la heroica ciudad donde pocos años antes el
Capitán Arturo Prat había ofrendado su vida cortando los laureles
póstumos de una tradición de honor y unidad nacional, será testigo de la
creación de la Junta Revolucionaria de Iquique liderada por el propio
Jorge Montt, el Vicepresidente del Senado don Waldo Silva y el
Presidente de la Cámara de Diputados don Ramón Barros Luco, más el
gabinete de este gobierno en rebeldía que amenaza con avanzar a la
capital.
En
el estado general de emergencia en el resto del país, la llamada
"dictadura" de Balmaceda (lo pongo entre comillas a sabiendas de que no
todos la estiman tal) es conducida por el controvertido Ministro Domingo
Godoy, quien no dudaba a la hora de aplastar cualquier intento de
conato o rebelión concebida en favor de los constitucionalistas. Y el
Presidente, en tanto, había llamado a elecciones de un nuevo Congreso,
pero éste no tarda en volcarse contra el mismo Balmaceda, en reacción al
desmedido poder e intervencionismo dirigido por Godoy, según se alega.
Ni siquiera el cambio a un nuevo gabinete, esta vez dirigido por don
Julio Bañados Espinoza, lograría contener el caos y las penurias que se
venían encima al país.
Mientras,
las revolucionarios se reorganizaban en el Norte, reclutando fuerzas
entre obreros salitreros y pampinos, y contando con la genialidad
militar del Teniente Coronel alemán Emilio Körner: el mismo que había
llegado a Chile unos años antes, para la profesionalización del
Ejército bajo la doctrina prusiana. Las noticias de una inminente
embestida hacia Santiago llenan de angustia a los partidarios de
Balmaceda e inflaman de esperanza triunfal a los opositores, muchos de
ellos ligados a la aristocracia oligárquica, aunque era sabido que las
fuerzas constitucionalistas eran inferiores en número a las
balmacedistas.
Otro
grabado popular de la masacre, hoy en la Colección Amunátegui. Imagen
publicada en "Balmaceda en la poesía popular: 1886-1896" de Micaela
Navarrete.
José Manuel Balmaceda (1840-1891).
En
la tensa espera, cunden las conspiraciones y los sabotajes: se ha
establecido un Comité Revolucionario de Santiago, que opera secretamente
confabulado con los constitucionalistas del Norte y que como gran debut
pretende destruir las torpederas con las que cuenta el Gobierno en
Valparaíso, para luego volar los puentes de los ferrocarriles entre
Concepción, Santiago y Valparaíso, evitando con ello la reunión del
ejército gobiernista, su abastecimiento y sus comunicaciones.
Para
su desgracia, sin embargo, el líder de los conspiradores en el puerto,
el comerciante y empresario industrial Ricardo Cumming, es descubierto
intentando el sabotaje de las torpederas. Previo Consejo de Guerra,
muere fusilado el 12 de julio de 1891, revelando la predisposición en la
que se halla ya al bando balmacedista para hacer respetar el orden y la
voluntad oficial.
Adelantándose
a las futuros peligros, el 10 de agosto el Gobierno emitió un decreto
donde establecía la pena de muerte para aquellos que intentaran cortar
los puentes ferroviarios, túneles y telégrafos, precisamente lo que
tenía pendiente el Comité Secreto de Santiago, ordenándose también una
cuidadosa vigilancia de los ferrocarriles. Según Jorge Olivos Borne en
su "Matanza de 'Lo Cañas'", libro escrito aún en la ira fresca de los
revolucionarios por la masacre, Balmaceda habría ordenado incluso "dar bala a todo aquel que se acercase al puente sin permiso".
A
pesar de esto, conspiradores como el Sargento en Retiro don Juan Ramón
Aguirre y el veterano del '79 el Capitán Alberto Chaparro, siguieron
adelante con sus planes, los que acabaron en rotundos fracasos
castigados con fusilamientos de dos hombres en Putagán y cuatro en Río
Claro.
Intentando
vencer del desanimo y la frustración, los revolucionados decidieron
hacer un último intento de cortar los puentes de Río Maipo y Angostura
del Estero de Paine, antes que la Junta Revolucionaria concretase su
decisión de avanzar a Valparaíso. Así, en respuesta a un llamado
formulado el 16 de agosto por el Comité, se armó un grupo de muchachos
inexpertos pero ardorosos del ánimo de participar de la revolución,
dirigidos por Arturo Undurraga Vicuña. Sin consultar a los de más alto
rango en el Comité, resolvieron armar un equipo más numeroso de gente
con otros jóvenes de origen acomodado, pero también con varios artesanos
y campesinos voluntarios, planificando una reunión en el Fundo Lo
Cañas, gran propiedad rural del constitucionalista Carlos Walker
Martínez, ubicada al Sur-Este de la capital en lo que ahora es el sector
precordillerano de la Comuna de La Florida.
Así
se reunieron todos allá a planificar sus acciones de sabotaje, enviando
observadores a los puentes y usando como punto de reunión una modesta
casita de vaquero dentro del fundo, semiescondida entre matorrales y
situada cierta distancia al oriente de la casa principal en la Quebrada de Panul.
El inquilino administrador don Wenceslao Aránguiz Fontecilla, que nada
sabía inicialmente de estas operaciones y no había recibido ninguna
orden de su patrón Walker Martínez, intentó persuadirlos de cambiar su
lugar de reunión, pero fue imposible. Debió aceptar la situación luego
de ver las cartas que traían los intrusos y en donde la Junta exigía
colaboración de todos los hacendados cercanos a Paine.
Infelizmente
para los ingenuos veinteañeros, la sola elección de este lugar era un
gran error, pues la condición de opositor de su dueño como sabido
miembro del Comité Revolucionario hacía que fuera un punto sobre el cual
había atenta vigilancia de los agentes del Gobierno. Sin saberlo, los
muchachos estaban caminando hacia su propia muerte, allá a los pies de
las montañas andinas de Santiago.
La
Cruz de lo Cañas, en fotografía que tomé hacia el año 1996. Se ha
creído y repetido con insistencia que es un monumento conmemorativo de
las víctimas de la Matanza de Lo Cañas en 1891, pero su origen puede ser
muy distinto.
La
vetusta capilla original del fundo de Walker Martínez, que no pudo
resistir el tiempo ni los temblores. Imagen publicada en agosto de 1998
por el diario "La Tercera".
LA GESTACIÓN DE LA TRAGEDIA
Cuando
oscurecía en la tarde del 18 de agosto, por esos senderos y caminos
poco frecuentados estaban llegando ya a Lo Cañas los últimos jóvenes,
trabajadores y artesanos miembros de la conjura. Iban dirigiéndose en
pequeños grupos a la casita de Panul, estableciendo un pequeño y rústico
campamento de ranchos. Tenían a su haber menos armas que cabezas: poco
más de 20 carabinas, rifles y escopetas, más revólveres, algunos sables y
algo de dinamita. Nada realmente importante para una resistencia.
Nunca ha estado claro el número de concurrentes, sin embargo, hablándose por lo general de "más de"
30, 60, 80, 100 ó 150 sediciosos. Como sea, las personas reunidas allí
explicaron los objetivos a los que no estaban informados y definieron
cargos y acciones estratégicas para llevar adelante en las siguientes
horas: Undurraga mantuvo el liderazgo y dividió la montonera en cuatro
compañías bajo órdenes de Rodrigo Donoso, Eduardo Silva, Ernesto Bianchi
y Antonio Poupin respectivamente, con una vigilancia permanente del
sitio relevada cada dos horas.
Notando
que faltaban los elementos necesarios para destruir las líneas férreas y
las armas para una resistencia, algunos más perspicaces advirtieron los
riesgos y hasta discutieron con los organizadores sobre la viabilidad
de los planes. Para mantener la unidad y no abortar la misión, se les
pidió permanecer en la casita rural allí entre los bosques de El Panul,
mientras un grupo iba a proveerse de explosivos, armas y municiones y
se esperaba a otros que debían traer los mismos materiales hacia el día
siguiente.
Ya
más calmados y con varios caídos en el sueño, una falsa alerta sonó una
hora antes de la medianoche, con un toque de corneta de la guardia allí
establecida que alarmó a los hombres e inquietó a los caballos, pero
rápidamente se confirmó que eran otros de los complotados llegando a la
montonera. Hacia las dos de la mañana, además, arribó otro grupo de
artesanos dirigido por Santiago Bobadilla. Hubo una breve lluvia en
horas de la madrugada, y después despejó quedando sólo algunas nubes en
el cielo nocturno con hermosa Luna llena. Las avanzadas salieron a
inspeccionar el lugar y a prepararse así para volar los puentes.
Todo
parecía tranquilo y silencioso hasta que, hacia las 4:00 de la mañana
del mismo día 19, llegó al lugar uno de los observadores que había sido
enviado a inspeccionar la situación del Puente de Maipo, con su caballo a
raudo galope. Sin bajar de la montura, fue categórico: "Dispersión en el acto... Viene tropa de caballería sobre la casa de Lo Cañas".
En
efecto, el temido General Orozimbo Barbosa se había enterado ya de los
planes conspirativos y envió de inmediato al lugar un destacamento al
mando de su cuñado el Teniente Coronel Alejo San Martín, formado por 90
hombres de caballería y 40 de infantería. El muchacho vigilante y su
avanzada los habían visto personalmente, deduciendo que correspondía a
un movimiento de los gobiernistas por estos parajes. Probablemente
habían sido informados por espías, algo que afirmó el periódico
congresista "La Unión":
Desgraciadamente,
no faltó un delator, un miserable, un alma ruin y cobarde, un canalla,
(que ha pagad0 ya con su vida la delación), el cual impuso al Dictador
de lo que ocurría.
Paisajes actuales de los campos de El Panul, al interior de Lo Cañas.
Vista de lo que queda de la pared de una bodega y casa del cuidador, donde se dice que también fueron ejecutados.
Supuestas marcas de balazos en el muro de las ejecuciones.
COMIENZA LA MASACRE
Torpemente
y revelando la inexperiencia de los conjurados, éstos se pusieron a
discutir en la conveniencia de creer o no la noticia traída por el
testigo de sus propias filas y luego comenzaron a deliberar sobre si era
apropiado tomar la decisión de marcharse abandonando la intentona. Para
cuando por fin dieron la orden de salir, entonces, el rápido ejército
gobiernista ya tenía prácticamente rodeado el fundo de Lo Cañas y era
demasiado tarde para intentar el escape, pues a las fuerzas
balmacedistas allí presentes se le habían unido miembros de la policía
rural y secreta.
Por
la situación descrita, cuando salieron desde los ranchos del campamento
y trataron de bajar desde Lo Cañas, un grupo de los complotadores que
descendían por el camino vio con horror cómo todos los matorrales y
sombras se movían, asomando desde ellos los innumerables militares
listos para darles captura.
Comprendiendo
que la misión había fracasado irremediablemente, la estampida fue
instantánea y trataron de correr entre la vegetación y los senderos
interiores del fundo, pero la intensa luz de la Luna delataba sus
siluetas y hacía la huida un verdadero infierno. A pesar de todo,
algunos rebeldes como Ignacio Fuenzalida lograron eludir las balas y
escapar, volviendo al sector más alto del Panul para advertir a los
rezagados sobre la emboscada.
Al
verse rodeados, varios se atrincheraron en la casita de vaquero y
comenzaron a disparar contra las fuerzas militares balmacedistas, pero
eran tan pocos que apenas se sintió el intento de resistencia y fue
contestado con grandes descargas, que terminaron de echar a correr a
algunos de los jóvenes, como almas que se la lleva el Diablo, cayendo en
el intento el primero de ellos alcanzado por una bala, mientras que
otros se entregaron manos arriba creyendo que, por no haber alcanzado a
cometer los planes revolucionarios, sus vidas serían respetadas... Craso
error, como veremos. Undurraga y Bianchi, en tanto, habían logrado
sobornar a unos captores que les permitieron marcharse del lugar.
Capturada
ya gran parte de los rebeldes hacia las 6:00 de la mañana, estos fueron
llevados hasta donde el propio San Martín allí presente. Hombre
conocido por su hosquedad y sus toscas pasiones, según sus enemigos,
procedió a identificarlos reconociendo entre ellos a un joven que había
pertenecido al 8° de Línea pero que había sido apartado de las filas por
considerársele sospechoso de simpatizar con la Junta. Iracundo, y
delante del terror de los demás presentes, el jefe militar ordenó darle
una brutal muerte allí mismo con bayonetas y disparos. Según cuenta
Francisco Antonio Encina con ciertos detalles interesantes de lo
sucedido, a continuación San Martín apartó a ocho muchachos de entre los
mejor vestidos, y los hizo ejecutar por la espalda, dejando vivos a
otros siete jóvenes y algunos artesanos. Se cuenta que estos primeros
hombres asesinados fueron torturados y fusilados junto a unos álamos que
había en el fundo (y que ya no existen), robándoseles también sus
pertenencias.
Mientras
tanto, seguía la persecución a caballo y a pie de los fugitivos
escapando entre los matorrales y quebradas. Cualquiera que fuera
sorprendido caía bajo una avalancha de sables y descargadas, quedando
destrozados casi de inmediato. "Los oficiales y soldados recorrían como fieras los cerros",
diría después el periódico "El Heraldo". Estos uniformados contaron 23
liquidados más en tal cacería, pero cuando terminó de aclarar la mañana y
se buscaron los cuerpos para llevarlos hasta la casa de Lo Cañas, sólo
aparecieron 16, por lo que se presume que varios fingieron su muerte y
lograron salir vivos, o bien fueron confundidos algunos durante el
sangriento Pandemónium, siendo contados más de una vez.
Aunque
veremos que muchas responsabilidades se atribuyeron directamente a
Balmaceda, en su favor se puede decir que, a esas alturas, parece haber
sido informado por la Comandancia de Armas de un ataque con
enfrentamiento armado en Lo Cañas contra una montonera armada y no de la
tropelía que en realidad estaba sucediendo. Al menos esa es la
impresión que podría desprenderse del telegrama que envía a su Ministro
Bañados Espinoza, ese mismo día 19:
Anoche
fuerzas del Gobierno atacaron montoneras de Santiago en fundo de Carlos
Walker, que llegaban a ochenta o cien jóvenes. La montonera fue hecha
pedazos.
A
las 10:00 de la mañana, cuando todavía sonaban los disparos contra
algunos fugitivos en los alrededores, San Martín había asaltado la casa
de Aránguiz, quien no había huido por no sentirse parte del complot, en
lo que sería su último error. Fue tomado detenido de inmediato. A
continuación, fueron a la casa principal de Lo Cañas con los prisioneros
que quedaban vivos, y se le entregó el vino y el aguardiente de las
bodegas a todos los uniformados, ordenando prenderle fuego al inmueble y
otras casas menores, arrojando varios de los cadáveres al interior de
las llamas. Pocos edificios se salvaron de la barrida a fuego, como la
capilla familiar del fundo por su carácter religioso. Las bodegas de
vino tambien sobrevivieron a medias, existiendo hasta hoy.
Liberados
ya de las cadenas morales y embriagados tanto por el alcohol como por
la euforia, las mujeres de los inquilinos fueron entregadas a la
soldadesca y se vieron más bárbaras escenas de salvajismo, cometidas por
esos mismos ejércitos que antes habían podido presumir de su actuación
impecable y su rectitud de comportamiento hacia el enemigo casi sin
máculas en los teatros bélicos, haciendo ahora contra sus propios
compatriotas todas esas infamias que el folklore del patriotismo herido
de los otrora enemigos en la Guerra del Pacífico, les imputaban como
prácticas atroces de inhumanas, cual profecía autocumplida.
Más
huellas de disparos sobre el adobe, aunque la tradición oral puede
estar confundiendo este sitio con una bodega que sí fue usada como
paredón de ejecuciones.
Caminos interiores del sector El Panul, en el escenario de la masacre.
LOS ÚLTIMOS PRISIONEROS
Creyendo
todo terminado, el comandante ordenó bajar a sus hombres de vuelta a
Santiago, llevando a los prisioneros Arturo Vial Souper, Carlos Flores,
Alberto Salas Olano, Wenceslao Aránguiz, Arsenio Gossens, Ismael Zamudio
Flores, Manuel Campino y Santiago Bobadilla. Pero en el camino fue
interceptado por enviados de Barbosa, comunicándole la orden dada por
éste de regresar a Lo Cañas, pues había determinado que debía hacerse un
Consejo de Guerra liderado por el Coronel José Ramón Vidaurre, para
juzgar a los siete prisioneros y al administrador Aránguiz.
El dramático decreto de marras, emitido el mismo día 19, decía lo siguiente:
Núm. 365.
Nómbrase
un Consejo de Guerra que procederá sumariamente y en el término de seis
horas a resolver lo que corresponde sobre el castigo que merecen las
montoneras y las tropas irregulares armadas para maltratar la
Constitución y el respeto a las autoridades legalmente constituidas; y
con arreglo a lo dispuesto en el Art. 4.° del título 13 de la Ordenanza
General del Ejército, Arts. 141 y 143 del título 80 del mismo Código,
servirá de presidente del Consejo el coronel Don José Ramón Vidaurre, y
de vocales los capitanes, Don Juan Agustín Duran, Dr. Manuel Quezada,
Don Arturo Rivas, Don Leopoldo Bravo, Don Abelardo Orrego y Don Manuel
A. Fuenzalida; Servirá de secretario el capitán Don Manuel H. Torres.
Anótese y cúmplase.
O. Barbosa
La
intención de constituir el Tribunal era, claramente, darle un carácter
de combate con legítimo castigo a los montoneros y escudarse en el
decreto que había emitido el Gobierno, que castigaba seriamente los
atentados a puentes y caminos pasando por encima de las penas que
disponían el Código Militar y el Código Penal para estos delitos.
Sin
embargo, previendo que completar tamaño crimen sería un gravísimo error
que pasaría para siempre en la historia de Chile, Vidaurre no fue capaz
de ordenar más ejecuciones, informando a Barbosa ya en horas de la
tarde lo que realmente había ocurrido en la madrugada: una matanza
despiadada, poniendo en duda las atribuciones que se tomó la comandancia
y exigiendo que los prisioneros que quedaban vivos fueran conducidos a
Santiago. Cándidamente, esperaba alguna reacción humanitaria y un
aterrizaje en la sensatez de parte del General.
Según
datos aportados a Encina por el General José Velásquez, su ayudante el
Fiscal Reyes Ramos también intentó intervenir para evitar más
derramamiento de sangre, pero todo fue en vano. Es por estas razones que
muchos señalarían después al propio Balmaceda como responsable de la
decisión final de matarlos, dado que fue imposible revertir el destino.
Joaquín
Rodríguez Bravo, en "Balmaceda y el conflicto entre el Congreso y el
Ejecutivo", expuso otra interpretación de las circunstancias de estos
hechos:
Pudo
ese tribunal militar decir en su sentencia que sus víctimas estaban
convictas y confesas. Lo que no pudo afirmar fue cuál era el delito
consumado sobre el cual había recaído esa confesión.
Aunque
los términos de las órdenes verbales impartidas por Barbosa a Vidaurre,
acaso habrían facultado a éste para proceder a una ejecución inmediata,
resolvió que el mayor Escala trajera a Santiago el sumario que acababa
de levantarse, a fin de que las responsabilidades de lo obrado no
recayeran directamente sobre él, sino sobre el general Barbosa.
Por
su parte, el General José Francisco Gana habría ido a entrevistarse con
el propio Presidente Balmaceda en aquellos tensionantes momentos, quien
tras los fusilamientos anteriores de Putagán y Río Claro había ordenado
que las sentencias de penas capitales que decidiera la comandancia no
fueran comunicadas al Gobierno, libertad que probablemente facilitó el
actuar cometiendo excesos. Desobedeciendo esta instrucción, Gana intentó
convencer a Balmaceda de inmiscuirse en el asunto de manera tal que no
se viera involucrado en las responsabilidades de San Martín y Barbosa
por la matanza, pero se negó terminantemente y fue imposible sacarlo de
su tozuda convicción.
Sector
de El Panul donde tuvo lugar la masacre, tal cual se lo ve hoy en día:
se observa la cruz metálica conmemorativa y el murallón sobre el cual se
cree que fueron puestos los últimos ocho ejecutados de la masacre.
Sendero actual en el sector El Panul, a escasa distancia del lugar de la matanza.
Muro de piedras en el acceso a la parcela conde ocurrieron los fusilamientos.
Mientras
eso sucedía en la angustiosa espera, llegaba de regreso a Lo Cañas el
Teniente Coronel Aris con el mismo oficio que Vidaurre le había enviado a
Barbosa. Según el diario "El Ferrocarril" (3o de noviembre de 1891),
venía con una anotación hecha por este último al pie de la misma con la
orden: "Que sean ejecutados inmediatamente todos"... Nada más que discutir.
Lo
anterior es confirmado en carta del 10 de septiembre de ese año a "El
Porvenir", remitida por el Subteniente de Guardias Nacionales
Movilizadas don J. Alejandro Miniño Castillo para negar acusaciones
vertidas en su contra por el periódico, y donde señala que vio el
regreso de San Martín hasta El Panul diciendo que Barbosa le había
expresado "que no quería tener prisioneros, y que los volvieran para que se cumpliera lo que de antemano se había ordenado".
También comenta Miniño la resistencia que demostró Vidaurre -como
Presidente del Tribunal- a ejecutar a los prisioneros, informando de
esto por una nota dirigida a Balmaceda con los nombres de los ocho
jóvenes; pero la respuesta inmediata del mandatario habría sido tajante,
según él: "que en el momento se fusilaran, sin consultarse la
resolución, y que no quería saber quiénes eran los jóvenes; que después
sabría". Resignado, Miniño estuvo con ellos durante esa última
noche, les dio comida y bebida y le pasó lápiz con papel a algunos para
que escribieran sus cartas de despedida. Así lo hizo Carlos Flores, para
su padre don Máximo Flores, a quien Miniño le hizo llegar discretamente
la nota a través de unas sobrinas.
Y
así, los últimos ocho prisioneros, fueron torturados y ejecutados allí
mismo contra la pared de una bodega, hacia las 7:00 de la mañana del día
20 de agosto. Miniño diría que él y el Mayor Escala no fueron capaces
de observar la dantesca escena, retirándose fuera de la parcela. Se cree
que dicha bodega aún existe en el sector, aunque otras opiniones nos
dicen que el señalado edificio pudo ser reconstruido, aunque sea
parcialmente.
Uno
por uno, se les trató con una crueldad inusitada, vesánica,
interrogándolos sobre el paradero de otros miembros del comité, antes de
darles muerte. Ni siquiera les permitieron contar con un sacerdote
antes de ser fusilados, a pesar de que rogaron por la presencia de
alguno antes de morir. Todavía está en pie allá en El Panul parte de un
muro de adobe con las aparentes marcas de las balas de la ejecución, y
la pared de lo que era la casita del cuidador, allí en el acceso a una
propiedad privada cercana al camino de las torres de alta tensión y
frente a una cruz conmemorativa que se instaló en el lugar de la
matanza.
El
administrador Aránguiz, en tanto, fue sometido a toda clase de
tormentos monstruosos para que informara el paradero de su patrón Walker
Martínez, que casi de seguro desconocía en esos momentos. Hombre mayor
que los demás chicos, antes de enfrentar el horror final y clamar para
que se le diera muerte liberándolo del sufrimiento, habría hecho una
encendida proclama a sus verdugos de acuerdo a la información que
presentó Rodríguez Bravo:
¡Soldados!
¡Aún es tiempo que volváis las espaldas al tirano que servís; aún es
tiempo que volváis a ser leales y patriotas chilenos! Mirad esos
inocentes mártires: ¿No os tiembla la mano al dirigir contra sus pechos
las armas que vencieron en Chorrillos y Miraflores? Plegaos a la causa
de la ley, y salvaréis a Chile, haciendo rodar sobre la tabla del
patíbulo la cabeza del tirano.
Quizás
se trate sólo de una leyenda que agrega dramatismo a los hechos, sin
embargo, pues se sabe que a Aránguiz se le torturó de tal manera que ni
siquiera pudo llegar por sus medios al banquillo, siendo llevado a
rastras tras dos centenares de azotes, golpes de sables amarrado a un
árbol, la fractura de sus piernas y quemaduras con parafina encendida.
San Martín le había prometido a él y a otros que los perdonaría si le
daban dinero, como sucedió con Undurraga tras reunírseles 5 mil pesos y
algunas alhajas, pero no cumplió en el caso de Aránguiz y tampoco en el
de Arturo Vial.
Tras
ejecutar la orden de liquidarlos, San Martín hizo quemar los cadáveres
luego de rociarlos con parafina. De esta manera, se consumaba ante la
historia de Chile la sangrienta Matanza de Lo Cañas.
Antiguas pircas del sector de El Panul.
LAS VÍCTIMAS
Hacia
esas mismas horas, el señor Eduardo Borne hacía gestiones para intentar
recuperar el cuerpo de su hermano Vicente y darle cristiana sepultura,
tras enterarse de lo que había sucedido allí en la precordillera. Se
dirigió primero a la Comandancia General de Armas explicándole sus
motivaciones, pero la respuesta fue negativa. Borne aseguraba que había
oído a un diputado balmacedista diciéndole: "es inútil pedir permiso
para traer los cadáveres: los montoneros no tienen sepultura; mueren
como los perros".
Sin embargo, sólo después de mucho insistir, Barbosa lo autorizó pero
advirtiéndole que no se haría responsable si le sucedía algo allá
arriba.
Borne
fue así, el primero o uno de los primeros civiles y familiares en
llegar desde Santiago al teatro del masivo crimen, observando cómo los
soldados bajaban con sus botines y ganado robados, varios totalmente
ebrios, brindando todavía con aguardiente y hasta insistiéndole al
acongojado señor que compartiera un trago con ellos, a lo que accedió
para no despertar sospechas. Al seguir hasta Lo Cañas, observó los
cadáveres cortados horrorosamente, y la gente de los fundos confundida y
asustada con lo ocurrido, según le detallaba a Olivos por carta
redactada para apoyar su investigación:
Allí
veíase un cráneo dividido en dos partes, con muestras tan sólo de cuero
cabelludo; acá una mano crispada aún después de la muerte; más allá una
pierna, un brazo; en la pared trofeos de cerebro y manchas oscuras de
sangre.
¡Ah Jorge! todavía tengo ante mis ojos esa venda de horror, ese hacinamiento de restos humanos!...
Tras
buscar angustiosamente, Borne encontró a su hermano "con el cráneo
despedazado, vaciados los sesos, los muslos rotos a hachazos", al lado
de sus amigos Isaías Carvacho, Arsenio Gossens y Ramón Irarrázabal.
En
la tarde del mismo día 20, fueron sacados del fundo todos los
cadáveres, distribuidos en cinco carretones grandes que bajaron por el
camino de Lo Cañas. Según "La Unión", algunos habían sido extrañamente
cortados por la mitad y colgados, como bustos, antes de haber sido
pasados por el fuego. Probablemente la mayoría habían acabado quemados a
esas alturas. Es de suponer que el odio a los congresistas se había
mezclado con el resentimiento a la condición aristocrática de los
conspiradores, como receta de una amarga pócima para crear asesinos,
sazonada con el alcohol.
Tras
horas de viaje se llevaron los cuerpos hasta el Cementerio General de
Recoleta, aunque inicialmente se había dispuesto que fueran a la morgue
para ser reconocidos por sus familiares. No obstante, como tantos de
ellos estaban quemados e irreconocibles, esto no fue posible ni
necesario. Al llegar al camposanto en el día siguiente, se dio la orden
de arrojar los cuerpos a la fosa común. Sin embargo, el humanitario
administrador del Cementerio General, don Juan Santa María, desobedeció
las órdenes y decidió entregar los restos a sus deudos y familiares, o
al menos los que pudieron ser reconocibles luego de grandes
dificultades. Otros restos de los carbonizados fueron a parar a una fosa
especial, más tarde siendo colocados en un monumento con bóveda
inaugurado en 1896 en el propio cementerio, y del que hablaré más en la
segunda parte de esta crónica sobre la Matanza de Lo Cañas.
De
acuerdo al parte oficial, las víctimas eran 33, aunque más tarde se
halló evidencia de que al menos tres de las personas que allí figuraban
muertas no perecieron en la Matanza de Lo Cañas, por lo que se presume
de errores en la identificación de los cadáveres. También se ha dicho
que la cremación de los cuerpos y la condición humilde de muchos de
ellos revueltos entre los de las más aristocráticas víctimas, pudo haber
disminuido drásticamente la cuenta real de muertos, que sería muy
superior pero indeterminable con exactitud ya a estas alturas. Una cifra
muy repetida sobre el total de muertos es 84, pero esto parece ser un
error: se toma de la cantidad todos los reunidos y que según Olivos
Borne, sumaban este número, mas no se resta a los que lograron escapar
ni a los que posiblemente se encontraban en labores de vigilancia fuera
del grupo cuando sucedió la emboscada.
Según
la nómina que en su momento publicó el diario "El Heraldo", de firme
posición contraria a Balmaceda, los fallecidos fueron 39 y los escapados
que salvaron su vida 27:
ASESINADOS
|
SOBREVIVIENTES
|
|
|
Veremos
en el próximo artículo sobre este tema, sin embargo, que un monumento a
las víctimas erigido en el Cementerio General, contabiliza 41 víctimas
individualizadas con sus respectivos nombres.
Cruz de fierro en el lugar preciso de las ejecuciones de Lo Cañas.
Cruz de madera en El Panul... Puede ser el memorial más antiguo de la masacre.
DESPUÉS DE LOS FUSILAMIENTOS
Las
repercusiones políticas por lo ocurrido en Lo Cañas no demorarían en
sentirse, alcanzando incluso ribetes internacionales. Veremos que una
verdadera explosión propagandística volcó contra Balmaceda esta masacre,
como símbolo definitivo de la "dictadura" que se le imputaba. Algunos
hablaron incluso de "el último crimen" del mandatario. Y a pesar
de su admiración y simpatía por Balmaceda, el Ministro Egan de la
legación de los Estados Unidos de América en Santiago, informó a su
gobierno que la masacre había sido de una barbarie extrema. Unos días
después, el periódico "The New York Times" titulaba así una nota del 15
de noviembre: "La Matanza en Lo Cañas: la carnicería cometida bajo las órdenes de Balmaceda".
Comprendiendo
tardíamente la gravedad de lo sucedido y los efectos que tendría para
lo que le quedara de legitimidad, el Presidente Balmaceda ordenó
instruir un sumario para aclarar lo que había sucedido en Lo Cañas y de
quiénes eran las responsabilidades directas, pero sus días para alcanzar
a hacer algo en el Gobierno ya estaban contados: el 21 de agosto, había
tenido lugar la Batalla de Concón donde triunfaron las fuerzas
congresistas, seguidas una semana más tarde de la rotunda victoria de
Placilla, donde fueron arrasadas las fuerzas gobiernistas y sus
principales jefes militares emboscados, cazados y pasados por las armas,
incluyendo al controvertido General Barbosa.
Sin
más remedio, Balmaceda entrega el mando al héroe del '79 el General
Manuel Baquedano al día 29 siguiente, refugiándose en la Embajada de la
República Argentina valiéndose de los nexos familiares que lo unían al
representante del Río de la Plata. Días de furia se vivirán en la
capital, persiguiendo sin piedad a los balmacedistas en venganza a
hechos como el de Lo Cañas y las demás ejecuciones. Los congresistas
entran a Santiago el 30 de agosto y el 3 de septiembre se establece la
nueva Junta de Gobierno, llamando a elecciones parlamentarias y
municipales... Comenzaba la República Parlamentaria, poniendo fin a la
era de los liberales del siglo XIX.
Decidido
ya a quitarse la vida, en un triste día de Fiestas Patrias cuando
terminaba su período constitucional, el trágico Balmaceda escribe su
dramático pero extraordinario "Testamento Político", donde reafirmaría
su posición frente a las atrocidades sucedidas y su concepto sobre las
responsabilidades que tocaran o no al Gobierno:
Si
las fuerzas destacadas en persecución de las montoneras y el cuidado de
los telégrafos y de la línea férrea de la cual dependía la existencia
del Gobierno y la vida del Ejército, no han observado estrictamente la
Ordenanza militar y han cometido abusos o actos contrarios a ella, yo
los condeno y los execro. Estoy cierto que conmigo los condenan
igualmente todos los que contribuyeron a la dirección del Gobierno en
las horas peligrosas de la Revolución.
Todos
sabemos que hay momentos inevitables y azarosos en la guerra, en que se
producen arrebatos singulares que la precipitan a extremidades que sus
directores no aceptan y reprueban. La trágica muerte del Coronel Robles,
herido al amparo de la Cruz Roja, la muerte violenta de algunos jefes y
oficiales hechos prisioneros en Concón y la Placilla, el desastroso fin
del Ministro y cumplido caballero don Manuel María Aldunate, y los
desvíos que se aseguran cometidos contra la montonera que se organizó en
Santiago, prueban que en la guerra se producen, a pesar de la índole y
de la recta voluntad de sus jefes, hechos aislados y dolorosos que a
todos nos cumple deplorar.
Aunque
nosotros no aceptamos jamás la aplicación de los azotes, se insiste en
imputarnos los errores o las irregularidades de los subalternos, corno
si en el territorio que dominó la Revolución no se hubieran producido,
desgraciadamente, los mismos hechos.
Se
suicida de un tiro el día 19, y sus restos van a parar a una sencilla
cripta en el Cementerio General, antes de contar con un mausoleo propio
en el camposanto. Proclamado como un verdadero héroe, Jorge Montt
asumirá la Presidencia de la República en el mes siguiente.
Tiempo
después, Rodríguez Bravo seguirá preguntándose en su libro sobre la
Guerra Civil por las responsabilidades directas o indirectas de
Balmaceda en el holocausto de Lo Cañas:
¿Hasta
dónde llegan, ahora, las responsabilidades de Balmaceda y sus
ministros, por el horroroso suceso que acabamos de narrar? ¿Puede
considerárseles culpables de todo lo acontecido? ¿El tribunal militar
obró con estricta sujeción a las leyes? ¿Las infracciones de éste
debieron o no ser corregidas por el Dictador?
Está
fuera de duda que ni Balmaceda ni sus ministros dieran instrucciones a
San Martín de asesinar a los que se rindieran, ni de violar y quemar sus
cadáveres. La responsabilidad pesa únicamente sobre el autor de estos
crímenes y sobre Barbosa, quien sabía de todo lo que era capaz su
hermano político Alejo San Martín.
No pasa lo mismo con los actos posteriores a la matanza
Otro acercamiento al muro de las ejecuciones.
Más supuestas marcas de balazos en el muro de las ejecuciones.
USO POLÍTICO DEL ASESINATO MASIVO
Como
hemos dicho, en su momento los medios simpatizantes del congresismo
exaltaron hasta lo inverosímil la supuesta participación del Presidente
de la República en los hechos de Lo Cañas, mientras que otros -muy pocos
ya- insistían en que se trató de una cuestión "inevitable" o bien
destacaron a perpetuidad que Balmaceda lamentó lo sucedido, tratando de
expiar toda posible culpa. De hecho, los balmacedistas insistieron largo
tiempo en llamarle combate de Lo Cañas, mientras que los partidarios del nuevo gobierno se apresuraron a hablar de la matanza
cuando aún no desaparecía el humo de las hogueras en El Panul, quizás
porque sonaba con una connotación más carnicera y sangrienta que la mera
expresión masacre.
El
estallido de ira casi generalizada contra el decaído Gobierno fue
definitivo, echando gran parte de su suerte final. Poco después y aún
con el país conmocionado, Olivos adelantaba un juicio histórico a la
masacre y el anatema que se arrojó sobre Balmaceda por esta tragedia:
Apelamos
al testimonio escrito de algunos servidores de ella; apelamos al
sentimiento de todos cuantos sienten latir en su pecho una sola fibra de
generosidad, para preguntar si no tienen, como nosotros, la convicción,
la íntima convicción de que "Lo Cañas" ha sido mil veces peor que el
más horrible asesinato que registra la historia. "Lo Cañas" sería la
negación absoluta de humanidad en el hombre, sí hombre, y no fiera,
hubiese sido el que la mandó ejecutar; "Lo Cañas" será para la
posteridad lo que han sido para la historia las persecuciones de los
cristianos y el incendio de Roma por Nerón.
Y el diario "La Unión", por su parte, editorializaba lo siguiente después de los hechos:
Los
anales de la historia no recuerdan actos de crueldad y salvajismo
semejantes a los que allí se ejecutaron con más de cuarenta jóvenes de
las más distinguidas familias de Santiago, honra y esperanza de la
patria.
Ni
aun entre las tribus bárbaras se ha visto nunca lo que con aquella flor
de la juventud santiaguina se hizo por orden de Balmaceda.
Y "El Porvenir" del 7 de septiembre, agregaba en tanto:
El
temor de turbar las alegrías patrióticas de nuestras primeras horas de
libertad con la nota más lúgubre de la dictadura, nos había impedido
cumplir con el deber de consagrar un recuerdo a los mártires de 'Lo
Cañas' y de depositar en su temprana tumba un tributo de cariño y de
lágrimas como expresión del sentimiento público.
Los
balmacedistas no fueron los únicos perjudicados por lo sucedido, sin
embargo... Como incluso en la poesía popular y satírica se notaron
diferencias con choques de posiciones sobre el juicio relativo a la
Matanza de Lo Cañas y sus salpicaduras, el periódico "El Leguito" de
fines de 1891, por ejemplo, satirizaba contra el propio Walker Martínez
diciendo:
Las farsas con que hoy engañas
A los necios, son notorias
Pues cuentas entre tus glorias
La matanza de "Lo Cañas"
A los necios, son notorias
Pues cuentas entre tus glorias
La matanza de "Lo Cañas"
Pero
curiosamente, y demostrando quizás el trasfondo propagandístico que se
dio a la horrible masacre, el recuerdo de la Matanza de Lo Cañas se fue
extinguiendo con el paso del tiempo y tras la euforia del triunfo: las
culpas que se echaron a Balmaceda por la misma acabaron siendo olvidadas
paulatinamente después de su muerte, a pesar de la gran cantidad de
publicaciones que se siguieron haciendo y donde se le responsabilizaba
de todo. Cuando fueron llevado sus restos al mausoleo del cementerio, la
ovación popular fue total: idealizado y venerado como héroe, su
recuerdo se separó del de la tragedia de Lo Cañas.
A
todo esto, el proceso relativo a la matanza había sido llevado por el
Fiscal del Crimen don Floridor Román Blanco, primero ante gran
expectación pero, con el tiempo y según parece, perdiendo también parte
de la atención pública. Si bien el frustrado complot arreglado por los
muchachos era castigado por el Código Militar, se podían aplicar
sanciones que no sean las contempladas en el Código Penal del 1.° de
marzo de 1875 para este delito, donde no figuraba la pena de muerte, de
modo que lo sucedido en El Panul fue comprendido desde el principio como
un exceso y un abuso criminal.
Sin
embargo, la lentitud de la investigación motivó protestas publicadas en
"El Ferrocarril" y emitidas por el influyente político Pedro Nolasco
Salas, padre de una de las víctimas. Muchos cargaron las culpas también
hacia Vidaurre, a pesar de su intento de salvar a los prisioneros. El
exilio en Perú en el que se encontraban algunos implicados, además,
también pudo dificultar el proceso que llegó a una primera determinación
de responsabilidades el 23 de octubre de 1891, aunque muchos de los
aludidos reclamaron por las acusaciones que se hicieron en su contra,
enredando más el asunto. Con mucha resistencia oficial, los ejecutores
de Lo Cañas y otros fusilamientos sucedidos durante la Guerra Civil,
también fueron considerados en la discusión sobre los amnistiados de
1893 y 1894, pero no lograron su propósito ni zafaron del juicio
criminal.
Monumento "Pro Patria" ("Por la Patria") en el Cementerio General.
UNA MEMORIA "PARCIALIZADA"
Como sucede también con la Masacre del Seguro Obrero de 1938
por la ideología nazista de los asesinados, es notoria cierta tendencia
a olvidar o, en los mejores casos, a relativizar la gravedad de la
masacre de 1891. Me atrevería a suponer que influye el hecho de que la
matanza haya sido ejecutada por fuerzas que muchos quieren identificar
como más cerca de lo "popular", contra muchachos representantes de la
alta aristocracia, al revés de lo que ocurre en torno al juego del poder
visible en las demás masacres de la historia chilena, como los crueles
asesinatos de trabajadores de Iquique, Huasco o Ranquil.
Cabe
recordar, además, que sólo algunos libros que se arrogan enfoques
puntillosos y exhaustivos sobre la Guerra Civil de 1891, llegan a
detalles sobre la masacre sucedida aquel año. El principal ha sido
quizás el de Jorge Olivos, aunque realmente envenenado a cada página por
su antibalmacedismo casi visceral, que por momentos hasta dificulta la
comprensión cabal de los hechos expuestos.
Por
un lado de la historiografía, están los que mucho más allá de la
empatía con las víctimas, vimos ya que utilizaron la matanza y después
su recuerdo (además del fusilamiento de Alberto Cumming y las
ejecuciones de Loncomilla, desde el momento mismo en que sangre manchó
el piso) para señalar a Balmaceda como el responsable directo y acaso
absoluto de lo ocurrido, además de presentarla como una demostración
palpable de los procedimientos dictatoriales de los que le acusaban los
revolucionarios, a pesar de que esas prácticas y trato al enemigo no fue
precisamente de marcada diferencia entre ambos bandos. En su citada
obra, Olivos declara casi iracundo:
Con "Lo Cañas", Balmaceda se manifestó en la plenitud de sus sanguinarios instintos, en el apogeo de sus cualidades de tirano.
No
menos categórico será, varios años después, Rodríguez Bravo en su
"Balmaceda y el conflicto entre el Congreso y el ejecutivo":
Y
si esto acarrea para el Dictador grandes responsabilidades, el hecho de
negarse a conceder indulto a niños todos menores de 18 años, a quienes
se les apresó sin armas y sin haber alcanzado a hacer daño alguno, acusa
en el Dictador mucha crueldad y una indolencia suma en presencia de los
más grandes dolores que puede experimentar un padre.
Por
otro lado, están las posiciones de autores más vinculados al relato
social de la historia, donde se asume con cierta incomodidad la
responsabilidad que pudo caber al Presidente Balmaceda en los sucesos
del 19 y 20 de agosto de 1891. Hernán Ramírez Necochea, por ejemplo,
prácticamente pasa por alto la mención de la matanza entre los factores
que acabaron restándole simpatía popular al gobierno, por el que ofrece
la encendida defensa titulada "Balmaceda y la Contrarrevolución de
1891", que es muy recurrida entre quienes se niegan a aceptar que la
Guerra Civil fue más bien un conflicto entre dos sectores de la
oligarquía, por encima de aquello que pudiera sugerir su libro desde el
propio título.
Incluso
autores que no ven alguna expresión representativa de antioligarquía en
el Gobierno de Balmaceda, como Gabriel Salazar y Julio Pinto (en el
caso del primero, alguna vez declarando hasta que Balmaceda estaba a la
altura de "dictadores y asesinos, al igual que Pinochet"),
escriben en "Historia contemporánea de Chile V: niñez y juventud" una
simplista interpretación sociológica a los hechos, muy alejada de las
proclamas que sí les merecen otros tipos de matanzas, cuando las
víctimas han sido especialmente obreros de izquierda o sindicalistas:
El "autoritarismo" de un hombre liberal como Balmaceda percutó en su
contra a la mayoría de la juventud 'liberal-snobista' y por tanto
también su "excitación" y proclividad a tomar las armas. Eso condujo a
la conocida "matanza de Lo Cañas".
Demás
está recordar acá, empero, que muchos obreros, artesanos y dirigentes
sensibles a la situación de los trabajadores adhirieron masiva y
decididamente a la Junta Revolucionaria durante aquellos sucesos, en
parte gracias a la campaña que se hizo explotando políticamente estos
hechos. Entre otros nombre ilustres estuvo, de hecho, el propio Luis
Emilio Recabarren, por entonces muy joven y aún sin indicios que
anticiparan que pasaría a la historia como el futuro fundador del Partido Socialista Obrero y del Partido Comunista de Chile.
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