EL MACABRO CRIMEN DE SAN ISIDRO EN 1942, DESCRITO POR RAÚL MORALES ÁLVAREZ
Imagen base facilitada por "El Funye".
Este artículo es parte de una selección de escritos del periodista chileno Raúl Morales Álvarez, originalmente titulado "Increíble asesinato pasional. Mató de
cinco martillazos al amigo que lo envenenó con el amor que no muestra el
rostro". Se relaciona con un violento crimen sucedido en 1942 en la segunda cuadra de calle San Isidro en Santiago, en una residencia ya desaparecida, cuando las relaciones homosexuales aún eran un tabú social. El texto fue publicado en el libro de selecciones "Amores que Matan" de
Claudia Opazo" y en "Relatos de la prensa roja chilena. Raúl Morales
Álvarez, maestro de la crónica" (Malgusto Ediciones, año 2011) y ha sido difundido por un proyecto de la Agrupación Cultural El Funye, desde donde lo hemos recibido.
EN LA NOCHE DEL 3 DE NOVIEMBRE DE
1942, un obscuro drama nacido entre la amistad de un hombre y un
muchacho, movilizó también extrañas fuerzas pasionales, en el interior
de la residencia ubicada en la calle San Isidro 72. Murió el hombre.
La disputa crecida entre los dos
protagonistas limitó con el crimen. Cinco martillazos, destrozando el
cráneo de su amigo, convirtieron al muchacho en asesino. Entonces lloró,
gimoteó, se desesperó, besó las manos inertes de su víctima, en la
tremenda soledad del escenario de su crimen, con la noche cerrada,
levantándose a cada instante, preso en el tumultuoso temor de que
alguien hubiese escuchado el drama.
Luego fue pasando el tiempo. Los
nervios crispados se ablandaron. Vino la calma. Una helada y siniestra
serenidad. El muchacho arrastró el cadáver hasta la pieza de baño. Lo
lavó. Al día siguiente, lo enterró bajo el piso del comedor. Y eso fue
todo. Hasta dos semanas después el adolescente asesino llevó una vida
normal. Comía y reposaba sobre el cadáver de su amigo
Sorpresivamente, el viernes 13 de noviembre, la Policía descubrió el crimen hasta en sus menores y más desconcertantes detalles.
La víctima se llamaba Carlos
Bahamondes Rebolledo. Tenía 40 años. Era un ex funcionario de Prisiones y
fue agente comisionista. Su asesino fue Hugo Santana Wilson. Confesó 21
años. Pero aparentaba solamente 19.
PENSABA CASARSE
HE AQUÍ sólo el esquema del crimen.
En la madeja de sus detalles se hilan los perfiles de una verdadera
novela del amor, que tiene miedo de decir su nombre. El crimen de San
Isidro tiene su base emotiva, como el del músico Salvatierra, en hechos
similares. El propio Hugo Santana dio la mejor explicación de la
quemante verdad, cuando confesó ante los detectives de esta pesquisa
relámpago:
Conocí a Carlos en Valparaíso,
en la Plaza Victoria… Me llevó a su casa. Fui su amigo… su amigo íntimo…
me trajo a Santiago. Arrendó esta casa, que a su vez subarrendaba.
Vivíamos juntos… me hizo pasar como "su" sobrino. Nadie, nunca, sospechó
nada.
Todo iba bien hasta que un día
anuncié mis propósitos de cambiar de vida. Casarme, ser otro, en fin… de
allí partió todo… Carlos comenzó a regañarme, y yo, a llegar
continuamente atrasado… ¡Dios mío! El drama que se nos venía encima…
Oscuramente, yo presentía la fatalidad.
El periodista Raúl Morales Álvarez, en fotografía publicada en el sitio web de "El Funye".
EN LA NOCHE DEL 3
Y Hugo Santana, cae, deshecho en
sollozos, en el sillón de la misma pieza que fue escenario de su
tragedia. Hipa entrecortada y largamente. Rechaza el cordial de un
cigarrillo. Una mano nerviosa y temblante alisa sus cabellos. Luego:
El día 3, también llegué tarde. Carlos se enojó más que de costumbre… al día siguiente, era su santo… se acostó, retándome. Me echó en cara lo que él llamaba mi mala conducta… yo me hice el dormido… de pronto, lo tuve encima. Estaba furioso, enardecido, y tuve miedo... luchamos. Me cortó las manos.Entonces, loco de espanto, lo golpeé. Pegué una y otra vez. No recuerdo bien con qué. Debe haber sido con un martillo o algo así… Carlos rodó por el suelo. Me arrodillé a su lado. Le besé las manos. Le pedí perdón. ¡Pero todo era ya inútil! Ya estaba muerto…
LO ENTIERRA
El relato, espasmódico, nervioso, alucinante, sigue por el mismo camino. Escuchen:
Como un autómata, lo entré al baño. Lo eché en la tina y le lavé la cara. Lo volví a besar… lo llamaba en voz baja: ¡Carlos, Carlos, Carlitos!... Luego me serené. Me cambié de ropas. Salí a vagar por las calles. Entré a rezar a la Iglesia San Francisco. Regresé. Estaba y estoy seguro de que yo no maté a Carlos. ¡Murió en la caída, señor, al rodar por el suelo y golpearse en la cabeza! Yo no lo maté. Juro que no lo maté… ¡Tienen que creerme! ¡No lo maté!
Y un nuevo llanto corta el hilo de la confesión. Luego, más tarde, con un tono que le opaca la voz:
¿Qué más, señor? Nada. Regresé. Vi el cadáver, decidí enterrarlo, hacer desaparecer ese terrible recuerdo de mi drama. Levanté las tablas del piso y lo sepulté. Antes de tapar el cuerpo, lo besé de nuevo. De rodillas le pedí perdón. Estoy seguro de que él ya me había perdonado. Nunca creí que me iban a detener. Eso es todo.
Y uno de los agentes del Inspector, Amable Daza, el timonel de esta pesquisa, tercia en la charla:
Sí. Las cosas estaban bien hechas. Lo malo fue que la prolongada ausencia de Bahamondes llamó las sospechas. Santana decía que "su tío estaba en Villa Alemana". Alguien notificó a la Policía de lo extraño del caso. Investigamos. Supimos que Santana no era el "sobrino" de Bahamondes. En la tarde del viernes, lo detuvimos. El ya temía y esperaba nuestra visita. Nervioso, incoherente, terminó por confesarlo todo. Ha sido una buena pesquisa.
Nosotros miramos, mientras tanto, a
Hugo Santana. Con la cabeza gacha ha escuchado el relato sintético de su
crimen. Al terminar una lágrima rueda por sus mejillas y se detiene en
las comisuras de sus labios como un sello doloroso y salobre.
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