UNA LEYENDA DE LA CRIMINOLOGÍA CHILENA: HAEBIG Y EL “CEMENTERIO” DE DARDIGNAC 81

 

"Este es el homicida más inteligente que he conocido. Pasarán muchos años antes de que en Chile parezca otra persona igual" (Hernán Romero, jefe de la BH, después de interrogar por segunda vez a Roberto Haebig Torrealba). Imagen de los cráneos de las víctimas (Fuente: revista “Ercilla” Nº 1342)
El siguiente texto corresponde al reportaje del conocido periodista Carlos Jorquera, publicado por la revista “Ercilla” Nº 1342 del miércoles 8 de febrero de 1961, páginas 15 a 18, titulado “HAEBIG, el hombre del cementerio privado”. Vale advertir que Roberto Haebig, apodado "El Sepulturero" o "El Monstruo de Dardignac 81", fue sentenciado a 46 años de prisión el 6 de diciembre de 1963, por los crímenes aquí descritos. Pero, en 1965, le rebajaron 28 años, terminando de cumplir sólo diez, premiado por su conducta anterior y la que llevó después tras las rejas. También se le intentó vincular a la muerte de la acaudalada anciana Zoila Elena Troncoso Valdivieso, pero nunca se demostró el nexo con este crimen. Haebig salió de la cárcel para vivir en Av. Matta altura 700, donde se entretenía conversando con los vecinos, bebiendo y realizando sesiones de espiritismo dirigidas por su conviviente, completando también sus memorias personales en esta vida pacífica. Falleció en un asilo de ancianos de Paillaco, en 1981.
FUE EL AFÁN de figuración lo que perdió, finalmente, a Benjamín Emilio Roberto Haebig Torrealba (65 años, casado), el criminal más desconcertante de la historia policial chilena. La misma sed de convertirse en “personaje”, que nubla mentes de políticos y coristas, lo impulsó a elaborar un verdadero guión cinematográfico, en el cual él y nadie más que él sería el gran protagonista. Los demás actores –policías, jueces, periodistas y el país entero- tendrían que moverse como marionetas, dirigidas por los hilos invisibles de su inteligencia.
Pero sus planes fallaron. Y el “The End” de su película le resultó como en las cintas norteamericanas de acción. Cuando todo estaba listo para el desenlace prefabricado por el criminal, se impuso el “bien”, y el “mal” quedó cazado en su propia trampa. Esto, por lo menos, en lo que respecta a los primeros actos del intenso drama que protagonizó al final de una vida repleta de aventuras en todos los mares y con breves entreactos en dos prisiones norteamericanas.
También hubo otros factores que conspiraron contra Haebig. Más bien dicho, en contra de la obra de Haebig. Unos trabajaron bajo tierra y otros usaron placa y revólver. Los primeros fueron los gusanos domiciliados en el jardín (20 metros por 10) de su casa de Dardignac 81. Los segundos, los detectives de la Brigada de Homicidios. Aquellos resultaron demasiado “austeros” en su subterránea misión de devorar los restos de los cadáveres, dejándolos identificables. Estos, en cambio, demoraron una rapidez inusitada en la preparación de pruebas que encajonaron al homicida.
La Gran Historia
El caso Haebig es el más sensacional que registra la bitácora criminal chilena en lo que va corrido del siglo. En él ensamblan a la perfección la personalidad del delincuente con la magnitud del delito. Es un fenómeno que sucede muy rara vez. Generalmente, los homicidios chilenos son ambientales. Producto del alcohol, los celos y, sobre todo, de la miseria. No tienen grandes incógnitas y siempre un caso que comienza con caracteres dignos de antología, termina diluyéndose en la personalidad, débil, vacilante y quejumbrosa del asesino. Con Haebig sucedió lo contrario. Su presencia de Gran Señor del Delito, no fue opacada por la ferocidad de sus crímenes. Sus declaraciones ante la policía dejaron un sabor agridulce, mezcla de espanto e interés por descubrir todo lo que se esconde en el dédalo mental que lo ingresó al delito.
La opinión pública exigió más detalle y todos los diarios y radios apretaron el acelerador reporteril. En torno de estos crímenes revivió la vieja lucha periodística por la caza apresurada de noticias. La “prensa seria” olvidó los foros contra la crónica roja para entregar, en sus primeras planas, lugares de privilegio para fotografías y crónicas sobre Haebig y sus delitos. Las revistas extranjeras más prestigiosas –“Paris Match”, entre ellas- enviaron cables pidiendo detalles. Y hasta el Presidente Alessandri quiso viajar al Sur posesionado de los entretelones del suceso. Emilio Oelckers, flamante director de Investigaciones, fue llamado a La Moneda, en la tarde del viernes 3, a informar al Primer Mandatario de las últimas novedades. Ya entonces, Haebig había confesado el homicidio de Leónidas Valencia Chacana, pero negaba su responsabilidad en la muerte de Milo Montenegro Lizana.
Desde sus casi dos metros de estatura, el asesino proyectó su abismante personalidad sobre todo el cuadro noticioso de la semana y anunció novedades para los días venideros. La Jefe de Relaciones Públicas del Hotel Carrera, Madeleine Armstrong, sintetizó la opinión más generalizada cuando dijo: “Es un doble crimen que le queda grande a Chile. El asesino se equivocó. Debió realizar su faena en París o Londres”. Y hasta los críticos de arte, normalmente preocupados de problemas tan divorciados de los “rojos”, sintieron la atracción del caso. El presidente del Círculo de Críticos de Arte, Víctor Carvacho, comentó: “¿De qué vale el hallazgo de un vaso etrusco o una moneda fenicia, frente al descubrimiento de un cementerio privado en pleno centro de Santiago?”.
CONFERENCIA DE PRENSA. En su jardín, Haebig muestra un yatagán a los periodistas. Detrás los excavadores Opazo y Díaz. (Fuente: revista “Ercilla” Nº 1342)
El Seminario
Roberto Haebig Torrealba cumplirá en la cárcel su onomástico número 65. Será el próximo domingo. Nació el 12 de febrero de 1896. Uno de los cuatro hijos de don Federico Haebig, un hombre que conservaba latente el viejo espíritu prusiano. Roberto fue el “patito feo” de la familia. Su padre lo reñía con frecuencia y descargaba sobre él su furia de “junker”. Finalmente, decidió que sería sacerdote y matriculó a su hijo en el seminario. Roberto tenía diez años, a la sazón. Cuando cumplió 16, se encontró ante una realidad inminente: estaba a punto de vestir sotanas, recibir tonsura y dirigir sus pasos por la senda del sacerdocio. Una noche huyó del Seminario, llegó hasta Valparaíso y se embarcó.
Estuvo 40 años fuera de Chile, la mayor parte de los cuales transcurrieron en USA. Eran los años que hicieron antesala a la Primera Guerra. Y cuando el cine recién comenzaba a maravillar a los públicos del mundo entero. El actor, que siempre vivió en su interior, sintió el llamado del séptimo arte. Hasta que ancló en Hollywood. Para entonces ya era un hombre hecho y derecho, alto y fuerte, con enorme desplante y proclive a las faldas. Surgía la figura terrible de Boris Karloff, con sus cintas inolvidables: “Frankenstein” y “La Momia”. Los directores de película eligieron a Haebig como sosías de Karloff. En verdad, el parecido es extraordinario. Y así, muchas de las escenas que aterrorizaron a chicos y grandes, en la década del 30, fueron filmada por Haebig.
El “gringo” Haebig (así lo llamaron los detectives de la BH: los vecinos de Dardignac le decían “don Willy”) también fue un gran bailarín. Y triunfó en los luminosos cabarets de Hollywood, como pareja de atractivas estrellas, en franca competencia con los mejores danzarines de la época: César Romero y George Raft. De este último fue amigo. Tal vez entre ambos hubo más que una simple afinidad por los pasos de moda. Hasta que cayó Batista, George Raft siguió viviendo como en sus películas de gangsters, convertido en la atracción de uno de los más concurridos garitos de La Habana.
Haebig tuvo entonces amores con estrellas que arrancaron muchos suspiros en sus años de esplendor. Una le ayudó bastante. Fue la hermosa Kay Francis. El “gringo” habló de ellas con especial ternura cuando resumió su vida ante la policía chilena.
El Delincuente
Pero delinquió todo el tiempo. Más que del cine y de sus aventuras sentimentales, Haebig vivió del delito. También triunfó en este rubro, en los años en que, para sobresalir en USA, había que ser particularmente sagaz y “duro”. Gracias a su inteligencia de criminal, logró reunir una colección de monedas antiguas que exhibió en Nueva York como la más completa del mundo. Un magnate norteamericano pagó una fortuna por ella.
Una vez Haebig “pago un pato”. Viajaba en su automóvil por un camino cuando dos muchachas buenamozas le hicieron señales con los pulgares. Es el clásico llamado del “auto-stop”. Haebig ofreció conducirlas. Cruzaron ocho estados, mientras las policías estatales husmeaban todos los rincones en busca de dos mujeres delincuentes, evadidas de un reformatorio. Eran las acompañantes de Haebig. Cinco Estados lo perdonaron, pero tres lo consideraron cómplice de evasión. Fue condenado a tres años y medio de presión. Haebig recordó en investigaciones:
- Esa fue una prisión injusta. ¿Qué tenía que ver yo con esas mujeres? Pero, no importa, los yanquis me las pagaron, porque cobré con creces de esa injusticia.
Después recibió otra condena de siete años en Sing-Sing. Entonces, el aire se le empezó a hacer irrespirable en USA. Ya la policía lo había fichado. Haebig recordó que era chileno y retornó a sus paternos lares en 1949. La Segunda Guerra había terminado, y él se presentó como un héroe de la lucha antinazi, acentuando una participación destacada en la batalla de Guadalcanal y aludiendo a condecoraciones recibidas por su comportamiento guerrero.

También lució un diploma que colocó en un marco, según el cual “The American College of USA”, de Los Angeles, California, le asignó un “Certificate of Honour”, por haberse recibido de ingeniero naval. El diploma tiene fecha de 2 de octubre de 1930 y, en su extremo derecho, muestra una fotografía del “ingeniero”. Es un diploma bonito. Lástima que sea totalmente falso. Hasta los timbres los hizo Haebig.
El Marido
Dos años después de su llegada a Chile, casó con su actual esposa, María Jesús Portales, dama entroncada con rancias familias. Es biznieta de Diego Portales. No tuvieron hijos y el matrimonio se encuentra separado desde comienzos del año pasado. Haebig declaró varias veces en Investigaciones que su mujer es la persona a quien más ama en el mundo y que lo que más lamenta es lanzar sobre el nombre de ella el lodo del escándalo. Sin embargo, trató de matarla, igual que a Valencia Chacana y a Montenegro. De un balazo en la nuca. La señora salvó de milagro. El hecho ocurrió en febrero de 1960.
Dardignac 81
Con el producto de sus delitos, Haebig reunió el dinero necesario para comprar la casa de Dardignac 81, al tenor Francisco Fuentes Pumarino, quien la había heredado de su suegro, el oftalmólogo Máximo Cienfuegos.
Es extraño, pero Haebig quiso comprar sólo la casa y no el patio trasero. Hubo consultas a la Municipalidad; pero, un decreto edilicio impide vender las propiedades de esa manera. Haebig tuvo que adquirir el patio que, ahora, recibió espeluznantes apellidos de parte de los diarios. Hizo, entonces, construir un muro, con una puerta de rejas, para separarlo del resto de la vivienda. El 2 de junio de 1957, en la Notaría Maira Castellón y bajo el número 8026, firmó la escritura de compraventa de la propiedad.
Después, dio una regada fiesta de inauguración. Sin embargo, en plena euforia, Haebig hizo un brindis que entonces no fue aquilatado por los presentes.
- Brindo por esta casa que acabo de comprar. Me tomo esta compa y los invito a ustedes a beber conmigo… A pesar de que presiento que esta casa me va a resultar fatal. Me gustaría morirme en ella, pero algo me dice que eso no ocurrirá.
El Honesto
Ese mismo año de 1957, Haebig trabajó durante tres meses como jefe técnico del Hotel Carrera. Como ayudante, llevó a Milo Montenegro Lizana. En sus declaraciones no insistió sobre su breve paso por el hotel. Dijo, solamente:
- Ahí no robé un centavo. Pero, hubo gente que quiso “arreglarme con plata”. Y eso yo no lo permito. Mi dinero me lo gano yo. Con mis propias manos.
Después ocupó el cargo de mayordomo del edificio Astor (Estado esquina de Huérfanos), propiedad de la Caja Bancaria de Pensiones. Robó en casi todos los departamentos. Su sistema era fácil. Conseguía una copia de las llaves y entraba cuando los moradores estaban ausentes. Siempre se especializó en joyas y antigüedades. Nunca fue descubierto, porque también se las había ingeniado para fabricarse una aureola de honestidad. De vez en cuando llenaba una billetera con una suma regular y se presentaba al gerente:
- Señor, he encontrado esta billetera en un pasillo del edificio. No sé a quién pertenece, pero aquí se la dejo para que la reclame su dueño.
La billetera era exhibida en vitrinas, con llamados a su “propietario” para que la retirara. Nunca se presentaba nadie. Entonces, transcurrido un tiempo prudencial, la billetera le era entregada a Haebig, como premio a su honestidad. Estratagemas como éstas usó muchas veces. Todo el mundo estaba feliz con un hombre tan honrado. Y trece empleados del edificio perdieron sus puestos, acusados de ladrones por el mismo Haebig.
Se calcula que en este edificio cometió más de 70 robos. Siempre le resultó bien, salvo una vez que se equivocó. Ante la policía recordó:
- ¿Se acuerdan de una señora que armó un lío tan grande porque le habían robado unas joyas de oro, que estimó por varios millones? ¿Se acuerdan? ¡Ja! ¡Qué iban a ser de oro! Esa es una vieja estafadora. Sus famosas joyas eran de vidrio. No valían nada. Esa fue la única vez que me ensarté… A esa vieja mentirosa no la perdonaré nunca.
Valencia Chacana
Leonidas Valencia Chacana (62 años, soltero) fue un analfabeto que amasó millones como dueño de un negocio de compraventa en el Mercado Persa. Empezó como “cachurero” y, cuando tuvo dinero, se autonombró anticuario. Vivía con su madre, quien ahora tiene 84 años de edad.
Valencia Chacana desapareció del Mercado Persa el 29 de abril de 1959. Nunca más se supo de él, hasta que sus restos fueron encontrados en el jardín de Haebig, 22 meses más tarde. Era pederasta, y, para descubrir su paradero, la policía siguió la huella que dejaron sus equívocas inclinaciones y amistades. Por ese camino, los detectives llegaron hasta el nombre de otro individuo, anormal como el anticuario: Milo Montenegro Lizana. Pero, nunca nadie supo que ambos reposaban definitivamente, en sendos hoyos separados por tres metros y medio de tierra. El único que estaba en posesión del secreto fue el doble asesino, Roberto Haebig Torrealba.
Valencia Chacana comerciaba con objetos robados, como muchos de sus colegas del Mercado Persa. Así hizo su fortuna. Y uno de sus buenos clientes fue Haebig. Precisamente, en estos vericuetos del delito perdió la vida. Su hubiese sido comercialmente honesto –y no encubridor de robos-, tal vez, a estas horas seguiría allegando billetes de a mil en su faltriquera. Pero quiso trampear a su cómplice, Roberto Haebig. En jerga delictual, eso se llama “dar tute”. Es decir, no compartir con el compañero de delito el botín en la forma acordada.
La causa primera de la muerte del anticuario residió en la liquidación de objetos de valor que Haebig había recibido en custodia, de parte de una dama holandesa, María Varonesa Van Door viuda de Casell, quien se ausentó del país en 1959 (ahora reside en Munich), pidiéndole a Haebig que guardara sus bienes de valor en dos piezas de Dardignac 81. Fue como destacar a un gato para vigilar una carnicería. El cleptómano –así se definió Haebig: “desde niño fui cleptómano”- no podía permanecer tranquilo con esos objetos antiguos que valían millones y que, desde las dos piezas subarrendadas, parecían invitarlo a que se apoderara de ellos. No tuvo más camino que robarlos, de a poco, al compás de sus necesidades. El gran liquidador de producto de los robos, fue Leonidas Valencia Chacana.
Entre ambos no se firmaron documentos. Las ilícitas negociaciones se materializaban de palabra, como en los tiempos del trueque primitivo. Porque se trataba de un comercio que no podía dejar huellas, y porque Valencia no sabía firmar. Finalmente, quedó un saldo de 200 mil pesos que el anticuario debió pagarle a Haebig y que se negó a tal. Cuando decidió engañarlo, firmó su sentencia de muerte.
En la tarde del 29 de abril de 1959, Haebig fue al Mercado Persa, donde era figura familiar. Desde la vereda le hizo una señal a Valencia y lo invitó a su casa porque “tenía mercadería muy buena que entregarle”. La codicia asomó a los ojos del anticuario. Cerró su negocio y se alejó del Mercado haciendo alegres señas a sus colegas, con su mano derecha. Fue la última vez que estos lo vieron con vida.
Haebig contó que caminó con Valencia Chacana hasta su casa. Entraron a tratar la mercadería. De pronto, Haebig le recordó la deuda de 200 mil pesos y lo instó a que le pagara. Valencia se negó, en forma desdeñosa, argumentando que eso “era cosa pasada” y que no valía la pena perder tiempo hablando de ello, cuando tenía a la vista una negociación más suculenta. Haebig se encogió de hombros y le dijo:
- Bueno, ya está. ¿Qué le vamos a hacer? Mire, hablemos de las alfombras persas entonces. Véalas usted mismo. Ahí, debajo de la cama están. Agáchese, usted es más chico que yo.
El anticuario se agachó. Haebig le disparó dos balazos en la nuca
Para entonces, ya Haebig tenía listo el hoyo donde enterró a Valencia Chacana, boca abajo. Pero antes le quitó un reloj de oro de 14 quilates, marca “Longines”, una cadena de oro y un prendedor también de oro.
LA BH EN LA CASA DEL CRIMEN. Comisario Hernán Romero guarda en su bolso los datos que identificaron el cadáver del anticuario. (Fuente: revista “Ercilla” Nº 1342)
La misma entrada, cuarenta y tantos años después...
Los Testigos
Las investigaciones por el desaparecimiento de Valencia Chacana arreciaron en todas direcciones. Todos los comerciantes del Mercado Persa sufrieron una inexplicable amnesia. Ninguno recordó a Haebig, a pesar de su inconfundible figura. De modo que, cuando la policía pesquisó a las personas con las cuales el anticuario tenía relaciones comerciales frecuentes, el nombre del “gringo” no figuró en el reparto. ¿Qué sabe Haebig sobre los comerciantes del Mercado que obligaron a éstos a no recordarlo?
Pero Roberto Haebig no podía estar tranquilo mientras siguiera viviendo Milo Montenegro Lizana, quien fue el único que se enteró de que Valencia Chacana había perdido la vida en Dardignac 81. Milo Montenegro, otro pederasta, concurría dos veces por semana a la casa de Haebig a encerarle las piezas. Cuando empezó a ponerse peligroso, debido a que deslizaba la posibilidad de contar el secreto de la muerte de Valencia, Haebig decidió liquidarlo.
Primero lo instaló en su casa y preparó el escenario para su segundo homicidio. Nuevamente hizo un hoyo. Empezó a retar a Montenegro en los momentos en que éste entraba a la pieza, portando un lavatorio de agua. Los momentos debieron ser angustiosos, porque el lavatorio cayó de sus manos.
- Anda a buscar un trapo para secar el piso. Ahí, en el patio, hay uno colgado.
Milo Montenegro obedeció. Recibió otro balazo en la nuca y fue depositado en el hoyo que lo esperaba.
A la policía, Haebig explicó:
- Ese Milo no merecía existir. Era un anormal asqueroso. A mí mismo me hizo insinuaciones que me asquearon. Por eso lo maté. La verdad es que un individuo así no tiene derecho a seguir viviendo.
Esta explicación de Haebig no satisfizo a los detectives. Porque Haebig, si bien fue un galán afortunado, siempre se rodeó de aquellas “raras flores”, que producen los maseteros de la anormalidad. De manera que nada de lo que estos individuos hicieran podría haberlo extrañado. A Milo Montenegro no lo mató porque fuera homosexual, sino porque era el único testigo que podía perderlo. Y porque, además, su muerte tendría que servirle para esconder el homicidio de Valencia Chacana. ¿Cómo?
LOS JOYEROS EN EL JUZGADO. Eluden rostros “al entrar” en la incomunicación. (Fuente: revista “Ercilla” Nº 1342)
Sus Denuncias
En mayo de 1960, Roberto Haebig visitó la Tercera Comisaría Judicial de Investigaciones, para denunciar que las dos habitaciones que guardaban los objetos de María Varonesa Van Door habían sido saqueadas por ladrones. Previamente, rompió los vidrios, descerrajó cajones y organizó las cosas de manera tal que dieran la sensación de un robo con fractura. En esa oportunidad no deslizó el nombre de ningún sospechoso. Recuérdese que ya Valencia Chacana descansaba en paz.
Poco tiempo después, volvió a Investigaciones a formular una nueva denuncia. Dijo que le habían robado unas enaguas can-can, unos cortes de seda y una pistola. Ahora culpó a una persona concreta: “Tiene que haber sido ese degenerado de Milo Montenegro”.
Efectivamente, Nilo Montenegro robó esas piezas a Haebig y ellas fueron encontradas posteriormente por la madre de aquél, quien visitó a “Don Willy” y se las restituyó.
Entonces, la policía visitó la casa de Dardignac 81. Haebig, como que no quiere la cosa, sugirió a los detectives que allanaran la pieza que servía de dormitorio a Montenegro. Así se hizo y, detrás de un cajón, los detectives hallaron una libreta en cuyas páginas apareció tres veces escrito el nombre de Leonidas Valencia Chacana. Ahí eslabonaron los nombres del anticuario y del encerador.
Los detectives habían encontrado una pista que prometía conducir a descifrar el misterio de la desaparición de Valencia Chacana. Y el nombre de Milo Montenegro Lizana, chileno, 28 años, natural de Valparaíso, casado y separado de su mujer, aprendiz de mecánica y con estudios hasta segundo año de humanidades, emergió como el primer sospechoso.
Cuando todo eso ocurrió, ya Montenegro dormía su último sueño.
Vino una tercera visita de Haebig a Investigaciones, seis meses después que los detectives estuvieron en su casa. Habló con el entonces jefe de la Tercera Judicial, Mario Arnés Villarroel:
- Mire, señor Arnés, fíjese lo que me acaba de ocurrir. Andaba por la Plaza Brasil cuando me encuentro, al pasar, con una mujer que me mira con soslayo, como queriéndome quitar la cara. Yo me quedé preocupado, sabiendo que a esa mujer la había visto en alguna parte. Cuando se subió a un bus, me di cuenta de quién era. ¡Era el Milo! Claro, anda disfrazado de mujer. No es la primera vez que lo hace. Siempre se viste de mujer para robar en las casas. Yo le vengo a dar este dato para ver si le sirve de algo y logran pillar a ese tipo.
De esta manera, Haebig jugaba una coartada a tres bandas. Porque hacía recaer sobre Montenegro todo el peso de las sospechas por la muerte de Valencia Chacana y al mismo tiempo desviaba a la policía de sus pesquisas por descubrir el paradero del sospechoso.
Doctor del Delito
Veintidós meses después del delito del anticuario, Roberto Haebig Torrealba base aparecer los cadáveres. ¿Por qué? Ese es el punto donde tropiezan las teorías más encontradas. El paso de Haebig por Investigaciones fue fugaz y no dio tiempo para escudriñar en todos sus repliegues mentales, de manera de precisar los verdaderos móviles de su insólita actitud:
El dio una explicación:
- Tenía cargos de conciencia. No podía seguir viviendo con esos cadáveres enterrados tan cerca de mí.
Pero la explicación no sirve. No encaja en su personalidad. Hay otra que es más verosímil y que se asienta precisamente en su condición de verdadero Doctor del Crimen.
En su campo –el delito-, Haebig se consideraba un triunfador. Tiene estudios en el extranjero, como eso profesionales que colocan en su planchas el nombre de una universidad que los becó y que, como si fuera un escudo de armas, parapetados en esa circunstancia, adquieren una suerte de desdén hacia los demás colegas que no pueden ostentar tamaño honor. Despreciaba a los delincuentes chilenos y extendía su desprecio hacia la policía nativa, incapaz de inquietar a un hombre de sus condiciones. Un delincuente como él , que pudo reírse de los norteamericanos, no podía permanecer impasible ante un anticuario analfabeto, homosexual y ratero, que pretendía estafarlo con sus propios delitos. Era como tratar de enseñarle matemáticas a Einstein. Por eso mató a Valencia. No por los 200 mil pesos. Porque para él, tanto daba una suma u otra. Lo que no podía dejar pasar era que lo engañaran en su propio terreno. No está de más aclarar que la policía sospecha que, cuando invitó a Valencia a visitar su casa por última vez, le sugirió que llevara una gruesa suma de dinero para comprar los objetos que ofrecía entregarle. De modo que, además de castigar la osadía, se cobró con creces de la deuda.
Después mató a Milo Montenegro Lizana porque lo necesitaba para coronar su obra. El desaparecimiento de Valencia Chacana recibió mucha publicidad y se convirtió en una verdadera espina clavada en el corazón de la policía. Era un desafío a la justicia. Hasta ese punto, Haebig había ganado la partida. Lo malo es que él era la única persona que lo sabía.
El vivió para el delito. Haebig no sabe hacer otra cosa que delinquir. Su “obra maestra” fue este par de homicidios, verdaderos engranajes de un plan diabólico con el cual pensó pasar a la posteridad. Este afán vanidoso de ser “alguien” es, para algunos, más fuerte que la propia vida. Desde que Erostrato quemó el templo de Diana, en Efeso, se vienen conociendo de mentes afiebradas que no se resignan a morir sin que su nombre siga siendo pronunciado en términos administrativos. Erostrato lo consiguió. Y Haebig también.
Pero su armazón delictual no estaba completa con las dos muertes. Necesitaba hacer su jugada final: mostrar los cadáveres a la faz de la opinión pública y burlar a la policía en su propia cancha. No tuvo problemas de conciencia, porque pasó horas largas regando los pedazos de jardín donde enterró a sus víctimas, para apresurar la descomposición de los cadáveres.
El Guión
Cuando consideró que la putrefacción estaba completa, abrió el hoyo donde yacían los restos de Montenegro. Tomó el cráneo y lo enterró junto con el esqueleto de Valencia Chacana. Y distribuyó por otros rincones del patio una serie de figuras antiguas, para dar la sensación de un entierro: municiones de fusil y carabina, un yatagán, un candado mohoso, monedas extranjeras y una figura incásica de mármol Y se dispuso a disfrutar de su obra, que estimó genial.
En la mañana del martes, llamó a un gañán del barrio, conocido como “El Ronco”, para que le abriera unos hoyos en el jardín, donde pensaba plantar “unos tomatitos”. Previamente, le dio cinco vasos de vino y deslizó en sus manos un billete de quinientos pesos. “El Ronco” clavó el chuzo en el lugar que le indicaba “Don Willy”, y casi se desmayó al ver que aparecían huesos. Tuvo vómitos y salió corriendo de la casa, jurando no volver más a ella. Entonces, Haebig decidió hacer una pequeña innovación. En un papel dibujó un mapa “antiguo”, con indicaciones que decían “árbol-árbol-cadáver-tesoro”.
Y contrató a otros gañanes: Mario Opazo Meneses (32 años) y Eleazar Segundo Díaz (29 años). Estos empezaron a trabajar hasta que aparecieron los objetos “antiguos”. Mientras tanto, Haebig simulaba vigilar la faena, mirando de reojo el plano que había dibujado. Lo curioso es que había dicho plano no se los mostró nunca a los excavadores, pero cada vez que lo observó lo hizo de manera que aquéllos pudieran analizarlo y entusiasmarse con la idea de encontrar un tesoro fabuloso. Cuando aparecieron los huesos del anticuario, Haebig ya había conseguido que los gañanes estuvieran totalmente posesionados de la importancia tremenda del descubrimiento y también les halagó la vanidad. Les dijo que estaban a punto de pasar a la posteridad, por ser los autores de tan valioso hallazgo. Uno de ellos no pudo más con su deseo de convertirse en célebre y le propuso:
- Oiga, “Don Willy”. ¿Y si llamáramos a “Clarín”? ¿No podríamos nosotros salir en las fotos?
Haebig tuvo que hacer esfuerzos para no sonreír. Eso era lo que quería. Le respondió:
- Bueno, hombres, como quieran. A mí no me gusta la popularidad, pero si ustedes quieren aparecer en los diarios, ésta es la ocasión.
Conferencia de Prensa
Y llamaron a “Clarín”, dando la noticia. También llamaron a Radiopatrullas de Carabineros. De “Clarín” salieron disparados Víctor Vaccaro y Oscar Molina. Llegaron juntos con el Radiopatrullas. El propio Haebig les abrió la puerta, con majestuosa dignidad.
Cuando los visitantes llegaron al jardín, los obreros ya no podían con la emoción del momento. El ambiente halló su máxima tensión cuando el oficial de Carabineros, al observar el esqueleto de Valencia Chacana, tomó un pañuelo, se tapó la nariz y previno:
- ¡Cuidado! Es un muerto de la Colonia. De los que cayeron con la famosa peste.
Y siguieron llegando periodistas. Entonces Haebig dio una conferencia de prensa, explicando la importancia arqueológica del descubrimiento y conjeturando acerca del misterio que encerraba el hallazgo de un esqueleto con dos cráneos. A los periodistas entregó una pomposa tarjeta que decía: “Roberto Haebig Torrealba. Ingeniero Naval, diplomado en USA. Huérfanos 886. Fonos: 31899-31800”. Y, por supuesto, su fotografía en un extremo de dicha tarjeta.
Dirección de Dardigcnac 81, alguna vez el "Cementerio Privado" de Haebig
La Policía
Todo funcionaba a pedir de boca. Haebig era el maestro de ceremonias de un fabuloso espectáculo, que él mismo había montado y cuyo desenlace sólo él podía adelantarlo… Hasta que aparecieron en escena unos personajes que no tienen tanto sentido del humor y que van derecho al grano. El más prosaico de todos fue el doctor Mario Acuña Morales, del Laboratorio de Policía Técnica, quien tomó el cráneo de Valencia Chacana y dictaminó:
- Dos entradas de bala. No hay nada que hacer: aquí hay un homicidio.
Algo terrible debe haber pasado por el interior de Haebig. La sonrisa se le congeló. Carraspeó un poco y se internó en las piezas. Abrió y cerró cajones. Algo bebió y regresó al jardín, totalmente repuesto.
El segundo golpe vino después, cuando aparecieron los jefes de la Brigada de Homicidios. El comisario Hernán Romero andaba, desde 1959, con un papelito en el bolsillo, donde figuraban los datos que permitirían identificar los restos de Valencia Chacana.
Lo primero que Romero tomó en sus manos fue una plancha de dientes. La limpió y observó que tenía tres dientes de oro. Igual que Valencia. Examinó los restos de ropa del cadáver y eran azules. Como la de Valencia. El cinturón que se conservaba correspondía al de Valencia. Una rápida reunión en voz baja se celebró entre los detectives, mientras el inspector Luis Salinas no quitaba los ojos de encima de Haebig, tratando penetrar todas las reacciones que experimentaba a medida que Hernán Romero realizaba sus espectaculares descubrimientos.
Romero le preguntó en voz baja:
- Oye, Luchito, ¿qué opinas de este tremendo queso?
- Para mí, jefe, este viejito grandote está metido en el baile. Yo creo que sabe mucho más de lo que parece. ¿Qué vamos a hacer?
- A mí me tinca lo mismo. Bueno, pero no podemos detenerlo ahora. Primero, lo vamos a dejar bajo vigilancia, pero que él no se dé cuenta. Y nosotros nos vamos a la Brigada a trabajar como flechas, porque antes de “encanar” al gringo hay que acumularle las pruebas. Este viejito no es como los demás, hay que andarse con pies de plomo.
Y remató la escena el dentista del Laboratorio de Policía Técnica, Angel Hoces Martell, quien examinó la prótesis encontrada. Emitió su opinión en el sentido de que no podía tratarse de un cadáver muy antiguo, pues la plancha estaba construida de caucho, pero tenía un parche de acrílico, material éste que sólo desde hace diez años se aplica en odontología. En el laboratorio existía una ficha dentaria de Valencia, que coincidió plenamente con la prótesis encontrada. Así se supo, a los pocos instantes, que el cadáver pertenecía al anticuario tan buscado.
El dentista Ángel Hoces reeditó la labor del doctor Germán Valenzuela Basterrica, quien, en 1909, por un examen de la dentadura, descubrió que el cadáver encontrado carbonizado en el incendio de la Legación alemana no correspondía al del Canciller Guillermo Becker. Ese informe pericial fue determinante en la solución de uno de los crímenes más espectaculares.
Posteriormente, las osamentas fueron transportadas al Instituto Médico Legal, donde también intervino al médico legista Luis Tobar Pinochet, quien pudo determinar con precisión la identidad y conformación de los esqueletos. Otro descubrimiento importante había hecho el doctor Mario Acuña, en el jardín de Dardignac. En un bolsillo de Valencia Chacana encontró una bala calibre 22, que se deslizó de la pistola que siempre portaba el anticuario. También sirvió de prueba valiosa.
Otro Cráneo
Los policías dejaron que Haebig siguiera especulando con su guión. El “gringo”, pasados los primeros instantes de susto, recuperó su postura y movió otro peón, cuando declaró durante tres horas, ante la juez del Tercer Juzgado del Crimen, María Onell Gómez. A la salida, explicó a los periodistas:
- Yo tenía un pequeño secretillo, pero se lo conté al juez. Fíjense que hace como un año, cuando me encontraba plantando tomates en el jardín, encontré un cráneo humano. No le di importancia, porque creí que pertenecía a uno de esos estudiantes de medicina que son tan descuidados. Ese cráneo lo enterré en el fondo del jardín; ahí debe estar.
Esta declaración enredó más aún el panorama policial. Pero en la BH no perdieron la serenidad. De todas maneras, hicieron excavar en el lugar donde Haebig decía que había enterrado el cráneo. Hallaron huesos de pollos, tarros de conservas y botellas.
El Interrogatorio
 
En las primeras horas de la madrugada del viernes 3, empezó a descorrerse el telón del verdadero drama, cuando Haebig fue acorralado por las pruebas que le presentó la policía. El interrogatorio fue presidido por el Director de Investigaciones, Emilio Oelckers; el subdirector, Tulio Aguilera; el jefe de la BH, Hernán Romero; el doctor Mario Acuña, y dos detectives. Duró cinco horas y fue grabado en dos rollos de cinta magnetofónica.
Antes del interrogatorio, Haebig fue examinado por el doctor Acuña, quien comprobó que tenía corazón de roca y que era puro cuento su enfermedad cardíaca. El detenido se apretaba la región precordial cada vez que se le formulaba una pregunta con espinas, Entonces el doctor Acuña le pasaba un vaso con gotitas de coramina. Y seguía el interrogatorio, y vuelta a la coramina. Hasta que Haebig levantó bandera blanca. Sugirió:
- ¿Y cómo no va a haber otra cosa? ¿Me van a dar coramina toda la noche?
Tulio Aguilera le preguntó, como al descuido:
- ¿Y no quisiera un poquito de whisky?
A Haebig se le iluminó el rostro y aceptó inmediatamente el ofrecimiento. En pocos momentos apareció una botella de whisky legítimo. Era la primera vez que al sospechoso número uno de un crimen impresionante se le ofrecía whisky en Investigaciones. También es verdad que era la primera vez que por el Cuartel pasaba un sujeto de tanto tonelaje delictual.
Cuando Haebig bebió su primer trago, se echó para atrás, cruzó sus largas piernas y se acomodó en el escaño, junto a Hernán Romero, que no perdía detalles de sus gestos. Haebig encendió un cigarrillo y dijo, como un catedrático que reanudad sus clases:
- Bueno, ahora les voy a contar el homicidio de Valencia Chacana.
“Ese Capital No Es Mío”
Y empezó a correr la cinta magnetofónica, grabando la declaración más espectacular que recuerdan los detectives, aún los más antiguos. Porque Haebig no habló solamente de su homicidio en esa madrugada. También se refirió a otros delitos que cometió en Chile y de los cuales la policía no estaba noticiada. En estas declaraciones comprometió a mucha gente, algunas muy encopetadas. Casi hizo estallar el mercurio del suspenso cuando se refirió a los suculentos contrabandos que se cometieron en los últimos años y del cual profitaron personalidades que gozan de público respeto. Haebig fue el enlace entre contrabandistas ariqueños y aprovechados santiaguinos. Y dio nombres y fechas. También detalló una estafa, de varios cientos de millones de pesos, que cometió junto con el gerente de una conspicua caja de previsión. Si la justicia quiere aclarar delitos cuantiosos que se cometieron en la penumbra, aquí, en las declaraciones de Haebig, tiene material precioso para iniciar sus investigaciones.
Valga el siguiente ejemplo (si bien los nombres aún no pueden darse a conocer). Quien habla es Haebig:
- Y recibí en Santiago tres autos de Arica, de esos que se internaron sin pagar impuestos. Venían hasta el tome con mercaderías de contrabando. Sólo tenían libres los asientos de los choferes. ¡Cómo sería de grande el contrabando, que yo les robé mercaderías por tres y medio millones de pesos y nadie reclamó! Ni los que mandaban los autos de Arica ni los destinatarios de Santiago.
Pero esa madrugada se negó obstinadamente a reconocer su responsabilidad por el segundo esqueleto. Insistió:
- Yo maté a Valencia Chacana. No lo discuto. Pero no tengo nada que ver con el segundo muerto. Ese capital no es mío…
Y lució orgullo de torero para relatar sus robos en Santiago y para reírse de la forma cómo había engañado a medio mundo. En cada peldaño de su declaración se preocupó de conservar reluciente su condición de aristócrata del delito. Cuando Hernán Romero le preguntó:
- ¿Y la lámpara (se refería a uno de sus tantos robos).
Respondió:
- ¿La lámpara?... ¡Las lámparas querrá decir, señor!
En la noche siguiente confesó el homicidio de Montenegro. Cuando le preguntaron por qué no lo había declarado antes, repuso:
- Pero, señores, ¡cómo querían que les dijera la verdad! Estábamos tan bien todos juntos conversando. Ustedes se han portado como verdaderos caballeros y yo quería disfrutar la conversación. Si les hubiera contado que también maté a Milo, se hubieran formado muy mala impresión de mí. ¿No es cierto?
DR. MARIO ACUÑA. Descubrió las primeras huellas homicidas (Fuente: revista “Ercilla” Nº 1342)
Los Joyeros
En los robos de Haebig aprovecharon los dos polos del comercio ilícito santiaguino. Los del Mercado Persa y los elegantes joyeros del centro. Ambos sectores compraron los productos de sus latrocinios. La policía arrestó a ocho joyeros bajo la acusación de ser “reducidores y encubridores de robos”. Sus nombres: Víctor Campagnet Espinoza (anteriormente había comprado las joyas que los “sobrinos” robaron a la millonaria asesinada, Zoila Elena Troncoso Valdivieso), Lupu Blum Zusmann, Eugenio Just Weiss, Zlática Nutyk Viala, Abraham Druvi Pacheco, René Valenzuela Candela, Jaime Gelfenstein Fishmann y Pasquinellos Pasquinell Miserini.
Esta masiva detención de joyeros movilizó a los más eficaces criminalistas que se encontraban en Santiago, en las primeras horas del sábado 4. Orlando Budnevich (candidato a senador del Padena por Valparaíso y Aconcagua) pidió a la juez María Onell Gómez que ordenara el traslado de los joyeros de la BH al juzgado, por cumplirse el plazo de 24 horas que establece la ley para la permanencia de un detenido en el cuartel policial. Esta “entrega” de detenidos paralizó el ímpetu con que la BH seguía sus investigaciones con posterioridad a las confesiones de Haebig. Ahora, la brasa quedó en manos de la justicia. En la noche del lunes 6 se esperaba que la Corte de Apelaciones designara un Ministro en Visita para que se abocara a la substanciación de este caso que promete ramificaciones sensacionales.
Por lo pronto, la policía pedirá a la justicia autorización para remover todo el patio de Dardginac 81, especie de Caja de Pandora que puede deparar las sorpresas más inesperadas.
Las Notas
En la misma tarde del sábado y durante todo el domingo la juez María Onell interrogó a Haebig. El peso de las pruebas con que la BH lo envió al juzgado es demasiado abrumador para que pueda negar sus homicidios. No obstante, recurrió a una nueva argucia, pretextando un desequilibrio mental que le hace ver todo negro en determinados momentos de nerviosismo. Dice que eso fue lo que sintió cada vez que apretó el gatillo de su pistola asesina.
Haebig tuvo especial preocupación por dejar establecido, ante la policía, de que era un hombre de “corazón bien puesto y bondadoso”.
- Jamás robé a un pobre. Y una vez encontré a una mujer miserable, vestida con harapos y a quien todos miraban con asco. Fue al cruzar un puente del Mapocho. La traje a mi casa, hice que se bañara, le compré ropa nueva y yo mismo le serví el primer filete que comió en su vida. Creo que esa mujer se enamoró de mí. ¡Y a lo mejor hubiese sido una buena compañera! Pero una vez sorprendió a otra mujer en mi casa. No tuve tiempo de explicarle, porque dio media vuelta y no volvió más.
Sin embargo, su “buen corazón” permaneció impasible cuando hizo despedir a tantos empleados por los robos que él mismo cometió. En cambio, se sintió complacido al permitirse “lujos” de gran criminal. Como cuando en 1959, invitó a dos policías a pasear por su jardín. Justamente esos detectives investigaron la muerte de Valencia Chacana y, gracias a las mismas denuncias de Haebig, habían llegado hasta su casa tras los pasos de Milo Montenegro. Durante largo rato, policías y asesino caminaron y se detuvieron sobre el cadáver del anticuario. O como cuando ofrecía, con especial gracia, las “uvas más dulces del parrón”, que eran, justamente, las que se fertilizaban con los restos de sus víctimas.
Se creyó el criminal más avezado de la Tierra y jamás pensó que esta policía criolla, sin aspavientos ni acentos extraños, fuera capaz de descubrirlo. Por eso, cuando abandonaba las oficinas de la BH sentenció:
- Señores, debo declarar una cosa: esta es la mejor policía del mundo. Estoy orgulloso de que mi país cuente con funcionarios tan inteligentes.
Y puso nota a los detectives que lo interrogaron. Los señaló con el dedo, llamando la atención a los “bruscos” que no “lograron inquietarme”. En cambio, calificó con nota siete a los subinspectores Carlos Rodríguez y Roberto Bermúdez, quienes le hicieron punzantes preguntas durante el segundo interrogatorio. “Son muy inteligentes. Consiguieron penetrar en mi interior. Los felicito de todo corazón”.
Desde la cárcel pidió una sola cosa: los manuscritos de dos libros que piensa publicar sobre su vida. Ahora se considera un hombre acabado. A los policías confidenció:
- Un hombre no debe vivir más allá de los cincuenta. Yo ya estoy terminando. He vivido 15 años de más.

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